Se desvivió por los desdichados - Historia del “general” Booth, fundador del Ejército de Salvación
Nada detuvo a William Booth, fundador y primer “general” del Ejército de Salvación. Ni la furia de los dueños de burdeles y taberneros, ni la mojigatería de los caballeros victorianos. Con inflamadas palabras y fe militante, continuó su marcha al toque de trombones, cornetas y panderetas, llegando a las más miserables barriadas de las ciudades inglesas... y al corazón de sus más infelices ciudadanos. “Id por almas e id por las peores”, era el lema del General Booth. Y alcohólicos, prostitutas, despreciados, miserables, encontraron la esperanza bajo los estandartes de su Ejército
Se desvivió por los desdichados
Historia del “general” Booth, fundador del Ejército de Salvación
Condensado del libro The General Next to God: The Story of William Booth and the Salvation Army, de Richard Collier
Publicado originalmente en Selecciones del Reader's Digest, septiembre 1965
Un buen día se presentó en Mile End Road,
arrabal del Este de Londres. Era alto, de barba,
vestido de levita y sombrero de alas anchas. Se
detuvo frente a la fachada de ladrillo de la taberna The Blind Beggar y sacó un libro que traía
bajo el brazo.
-Hay un cielo para todos en el Este de
Londres -dijo-. Para todo aquel que se detenga
a pensar y mire a Jesucristo como su Salvador.
De la taberna salió una salva de denuestos y
juramentos, pero los desarrapados que se habían
apretujado contra él lo escuchaban con agrado.
El reverendo William Booth hablaba con el
acento poco familiar de la gente del interior, mas
su palabra era convincente y sus ojos grises
relampagueaban dominantes.
De entre la multitud salió disparado un huevo
que, al dar en el blanco, rompió el hechizo sutil.
Con la yema chorreándole por las mejillas,
Booth hizo una pausa, oró y siguió andando a grandes trancos por las calles malolientes del
barrio.
El evangelista ambulante, que tenía 36 años,
había llegado recientemente a la ciudad. Corría
julio de 1865. Gran Bretaña, bajo la Reina
Victoria, era entonces la nación más rica y
poderosa de la tierra y, no obstante, su capital
estaba increíblemente plagada de barrios bajos,
de gente escuálida y disoluta. El Este de Londres
era uno de los peores, un repugnante laberinto
de medio millón de almas donde vivía la gente
apretujada a razón de 720 almas por hectárea,
“un enorme estercolera” decía un mendigo,
“donde los ricos cultivan sus hongos”.
Con la cabeza gacha y oscilando sus largos
brazos, marchaba Booth en medio de aquel
populacho esquivo y desaseado. Enfrente de las
incontables tabernas vio hombres sombríos de
aspecto tétrico que reñían y se golpeaban unos a
otros; vendedoras de fósforos y naranjas le cortaban el paso; floristas irlandesas con los pies
descalzos jaspeados de lodo gitaneaban pregonando su mercancía; y el arroyo, chiquillos
desarrapados y famélicos recorrían el vecindario
en busca de algo que llevarse a la boca.
Vio niños de cinco años completamente
borrachos en las puertas de las vinaterías. De
cada cinco tiendas, una era de licores y las demás
tenían escalones especiales para facilitar la llegada de los pequeños hasta el mostrador. Todos
hacían gala de vender copas de ginebra que sólo
costaba un penique. La ciudad apestaba a cueros
de res, humo de chimeneas, agua estancada, filtraciones de gas y estiércol. Al mismo Támesis lo
apodaban “el gran hediondo”. Más de 350
alcantarillas descargaban su inmundicia entre sus
aguas amarillas grisáceas, y por más de tres
kilómetros, entre Westminster y el Puente de
Londres, un banco negro y pegajoso de depósitos de albañal, de casi dos metros de profundidad, se alargaba 30 metros hasta el canal principal. Las enfermedades brotaban por todas partes
y la gente vivía familiarizada con la muerte: el
cólera había azotado ya tres veces desde 1832.
La precaria situación de los pobres había pesado siempre sobre la conciencia de Booth. Y
ahora, mientras transitaba por este infierno
humano, llegó a convencerse de que su paso por
la horrible maraña de este lugar obedecía a un
propósito. Su esposa, Catherine, recordaba que
era ya medianoche cuando rechinó su llavín en la
cerradura de la puerta de la casa donde se alojaban, en el oeste de la ciudad. Entró luego en el
aposento con los ojos encendidos y que, con los
horrores de Mile End Road dándole vueltas aún
en el pensamiento, le habló así: “¡Mi amor, he
encontrado mi destino!”
Un hombre testarudo
Un hombre testaru do
Al oír estas palabras, Catherine Booth debió
sentirse tocada por la fría mano de la incertidumbre. En los cuartos de arriba dormían seis
niños y, como si no fueran bastantes, ella estaba
esperando al séptimo. Ya era difícil pasar con lo
que tenían y si su esposo se proponía ahora gastar la vida entre los menesterosos del East End,
el porvenir se tornaría precario en verdad. Pero
Catherine era tan dedicada como William y
anhelante compartió con él su sueño.
-Siempre hemos confiado en el Señor -le dijoy podemos seguir confiando en él.
Hacía tiempo que ambos jóvenes seguían de
todo corazón el ejemplo de John Wesley, fundador del metodismo, que un siglo antes había
predicado en las calles a los pobres y a los
degradados. “Id no solamente donde aquellos
que os necesitan”, había dicho Wesley a sus
seguidores, “sino donde aquellos que más os
necesitan”.
El consejo excitó a Booth que, habiendo trabajado en su niñez como aprendiz de un
prestamista de Nottingham, conoció desde temprana edad la degradación y la miseria. A los 15
años se hizo metodista y comenzó a predicar a
los perdidos y holgazanes de la localidad. Dos
años después reunió un buen número de zarrapastrosos en “The Bottoms”, el barrio más bajo
de Nottingham, y escandalizó a la congregación
de la capilla wesleyana de Broad Street, llevándolos a los servicios matutinos.
Se acostumbraba que cuando los pobres iban a
la capilla, si acaso iban, entraban por la puerta lateral y se sentaban en los duros bancos que había
detrás de la partición, donde no eran vistos por el
resto de los fieles. Mas ahora, ante los ojos atónitos de los administradores de las fábricas, de los
tenderos y de sus bien vestidas consortes, el “testarudo Will”, como llamaban a Booth, hacía sentar a sus protegidos en los mejores sitios.
A los 20 años se estableció en el barrio sur de
Londres y trabajó en su oficio de prendero, pero
pasaba la mayor parte del tiempo predicando.
Vivía de sus escasos ahorros y vendía sus muebles
para mantenerse. Fue allí donde conoció a
Catherine Mumford, grácil y trigueña, y se enamoró de ella. Era hija de un carrocero de la vecindad, ocasional predicador metodista laico. De
temperamento emotivo, propenso a los desbordamientos de alegría y a los negros abatimientos,
Booth encontró en esta chica, dulce y discreta, la
compañera perfecta.
Animado por Catherine se enroló como estudiante de teología en un seminario regentado por
una secta disidente de la iglesia metodista llamada
la Nueva Conexión. El mismo día de su ingreso
predicó en una capilla cercana e hizo 15 conversiones. Sus sermones estaban cargados de tronante fervor; una vez que pintaba a los pecadores
de este mundo como a náufragos de un barco a
quienes sólo Jesucristo puede salvar, saltaba sobre
el asiento del púlpito batiendo en la mano un
pañuelo como señal de socorro.
Muy pronto su celo evangelizador llegó a parecerles excesivo aun a los de la Nueva Conexión.
Como predicador itinerante había efectuado
1.700 conversiones en el espacio de unos pocos
meses, pero sus métodos tenían más de la vehemencia norteamericana que de la parsimonia
inglesa victoriana. Los de la Conexión suspendieron sus viajes y le asignaron un puesto fijo.
En 1858, cuando no había cumplido aún 30
años, fue ordenado ministro, pero nuevamente
quedaron defraudadas sus esperanzas al recibir
otro empleo rutinario. Por fin, en 1861, vencido
por la atracción que las masas infieles de grandes ciudades ejercían sobre su corazón y su mente,
renunció al ministerio que le asignara su secta y
emprendió el camino que habría de llevarlos
hasta las callejuelas de Mile End Road.
Comienza la batalla
Ningún hombre de menos empeño hubiera
podido aguantar esos primeros años en el Este
de Londres. Mucho tiempo después, recordando aquella época, Catherine contaría cómo llegaba William noche tras noche a la casa, tambaleante y muy fatigado. Con frecuencia traía su
indumentaria rasgada y la cabeza envuelta en
vendajes sanguinolentos que cubrían la herida
causada por una pedrada o un empujón contra el
borde de la acera mientras predicaba.
Como le habían negado el acceso los domingos a las capillas, alquilaba un salón de baile y
hacía llevar sillas a las cuatro de la mañana, apenas los músicos terminaban de tocar. Las
reuniones nocturnas durante los días de trabajo
se celebraban en un antiguo depósito donde los
granujas arrojaban piedras, lodo y petardos por
las altas ventanas. Por un tiempo predicó en un
pajar, tan reducido que su sombrero de copa casi
tocaba el techo.
Para contar con ayudantes en la Misión
Cristiana, que así llamaba Booth a su obra,
recurrió a sus hijos. Y fue William Bramwell
Booth, el mayor, quien soportó inicialmente lo
más duro de la carga. Era un muchacho alto y
pálido que se había tornado solitario y retraído
debido a una sordera parcial. En la escuela, los
chicos lo ridiculizaban llamándolo “el Santo
Willie”. En una ocasión algunos de los más
truhanes lo aporrearon contra el tronco de un
árbol “para sacarle del cuerpo la religiosidad”.
Pero desde temprana edad, Bramwell parecía
presentir su vocación y, adolescente aún, trabajaba incansablemente desde la mañana hasta la
noche llevando las cuentas de lo que él y su
padre llamaban “La empresa”.
Poco a poco, la Misión comenzó a crecer. Se
fundaron sucursales en otros sectores y con el tiempo logró atraer un pequeño núcleo de
seguidores. Con todo, aquellos años fueron de
desconcierto ... pasaron doce sin que se vieran
resultados halagadores. La Misión Cristiana
carecía de la magia que llama la atención del
mundo. Existían ya en el barrio del este más de
500 sociedades que distribuían limosnas entre
los pobres. El grupo de Booth no era más que
uno de tantos.
Una mañana del mes de mayo de 1878,
Booth hizo subir a su alcoba a Bramwell y a
George Railton, otro colaborador infatigable de
la Misión. Booth, que estaba convaleciendo de la
influenza, se paseaba por el cuarto, envuelto en
una larga bata amarilla, dando las instrucciones
del día. Railton lo escuchaba sin dejar de examinar las pruebas de imprenta del informe anual de
la Misión, que estaba a punto de imprimirse. Y
leyó en voz alta la declaración preliminar, que
era audaz y concisa:
-“La Misión Cristiana es un ejército de voluntarios reclutados entre las multitudes sin Dios y
sin esperanza que hay en el mundo”.
Por entonces un grupo de ciudadanos llamados los “voluntarios” habían formado un ejército. La prensa les había tomado el pelo y
Bramwell, que tenía 22 años, sintiéndose directamente ofendido por la alusión, exclamó:
-¿Voluntario yo? ¡Nunca! ¡Yo soy soldado de
primera línea, o nada!
Booth se paró en seco y durante un buen rato
se quedó mirando con ojos inexpresivos a su
hijo. Bruscamente tomó la pluma y por un
momento la detuvo sobre la frase “ejército de
voluntarios”. Luego tachó de un rasgo la palabra
“voluntario” y escribió encima “salvación”.
Así, inopinadamente, nació el Ejército de
Salvación. Tenía entonces exactamente 88 soldados.
El Ejército se pone en marcha
El nuevo nombre cuadraba muy bien con sus
miembros, que en años recientes se habían vuelto cada vez más militantes. Se propaló el espíritu
militar: el periódico del Ejército de Salvación se llamó Grito de Guerra; el “soldado” de salvación
ya no se arrodillaba para orar, hacía un “ejercicio
de rodillas”; una orden de “descarga cerrada” era
la señal para entonar en voz alta el “¡Aleluya!”;
como el cielo era su última meta, los salvacionistas
no morían, eran “ascendidos a la gloria”. Algunos
conversos se llamaban a sí mismos “tenientes” o
“capitanes” de Booth, y uno de sus fervientes
seguidores lo proclamó “general”.
La asociación, sin embargo, seguía aún regida
por un comité de 34 individuos, sistema engorroso y antimilitar que frustraba por completo toda
iniciativa de un hombre con dotes de mando.
-Si hubiera habido comités en los tiempos de
Moisés -tronaba Booth-, los israelitas no hubieran
cruzado nunca el Mar Rojo.
El creciente militarismo triunfó por fin en
1878. En la conferencia anual, llamada
“Congreso de Guerra”, la Misión abolió el sistema de comités y confirió a Booth el poder absoluto, haciéndolo general de hecho tanto como de
nombre.
Muy pronto los métodos del Ejército promovieron comentarios en toda la nación. Booth
era el primer predicador que se atrevía a repartir
circulares que decían: “Venga, borracho o en su
sano juicio”. En realidad, muchos de sus primeros
seguidores fueron borrachines y su trabajo con
ellos fue el presagio de los métodos que más tarde
perfeccionaría la Sociedad de Alcohólicos
Anónimos.
El fervor de sus sermones y las vividas imágenes
con que trasmitía sus ideas parecían hipnotizar a
sus oyentes: “Mirad a ese hombre que va río
abajo”, ordenaba; “va aguas abajo en un bote y el
Niágara lo espera. Ya llega al borde de la catarata
... los rápidos hacen presa del bote ... se va, se va,
¡Dios mío ... cayó en el precipicio ... y no fue
capaz de mover un remo! Así es como los hombres se condenan; siguen adelante; no tienen
tiempo; no piensan; descuidan la salvación ... y se
pierden”.
Cuando lo abandonaba la inspiración acudía a
otros medios para ganarse las multitudes. Cierta
vez, exasperado con un auditorio distraído e indiferente, llamó a un gitano viejo recién convertido para que relatara su conversión. Desde
que el hombre comenzó su relación, vacilante e
ingenua, se produjo un silencio profundo,
Booth comprendió que había acertado y le dijo
a Bramwell:
-Voy a tener que quemar todos mis sermones
y aprender los del gitano.
Tenía Booth el propósito inicial de distribuir a
sus convertidos entre las iglesias establecidas,
pero la mayoría se resistía a ello. Los pobres
veían las viejas catedrales de piedra como San
Paul y la Abadía Westminster, como propiedad
privada de la gente acomodada. Muchos sacristanes miraban de soslayo a los fieles que no se
presentaban con vestidos domingueros. Y en la
congregación de Booth sólo uno de cada 30
usaba corbata. Por eso resolvió no seguir tratando de enviar a sus nuevos conversos a las capillas
que los consideraban indeseables. Él mismo los
escoltaría por la senda de la redención dentro de
su propia clase.
No obstante, al Ejército le faltaba algo, un
magnetismo esencial que él mismo no sabía
definir. Mas sucedió que vino a encontrar la
solución del problema, por una pura casualidad,
en la tranquila ciudad episcopal de Salisbury.
Incomodado por el mal tratamiento que daban a
los salvacionistas los rufianes de la localidad, el
constructor Charles Fry ofreció a Booth sus servicios y los de sus tres hijos para protegerlos. El
hecho de que Fry tocará la corneta y sus hijos
otros instrumentos de viento, fue al principio
puramente incidental. Pero se les ocurrió más
tarde llevar los instrumentos para acompañar los
cantos y así, sin quererlo, nació la primera banda
salvacionista.
A Booth le gustó el efecto y pronto se formaron otras bandas. Cada cual escogió el instrumento más de su gusto y, mal que bien,
aprendían a tocarlo. Las concertinas y las panderetas hacían furor. Bramwell aprendió a tocar
el acordeón; otros tañían cencerros, soplaban
cuernos de caza o arañaban banjos. Todo podía
faltarles a aquellos músicos primitivos menos
entusiasmo. Marchaban sin descanso soplando
sus cornetas y batiendo sus tambores como
poseídos.
Enseguida Fred, el mayor de los hermanos Fry,
y Herbert Booth, el tercero de los hijos del
evangelista, comenzaron a poner nueva letra a
cantos y tonadas populares. El que supiera la
melodía de la marsellesa podía aprender rápidamente el “Hijos de Dios, despertad a la gloria”,
y así convirtieron en himnos sagrados muchas
canciones populares.
Los críticos le echaban en cara a Booth que
rebajaba la religión al nivel del café cantante,
pero sus músicos combatían al diablo en su propio terreno. El Ejército de Salvación no tardó en
tener 400 bandas con un repertorio de 88 piezas
de gran éxito.
Fue como si hubiera sonado una clarinada.
Hombres y mujeres acudían a enrolarse bajo el
estandarte de Booth. Y no era gente que seguiría
después por el camino ancho de la vida. Preciso
era, si, empezar por convertirse, mas cuando
esto sucedía los conversos renunciaban al
mundo y abrazaban la cruz de Jesucristo, listos
para luchar por Él en todo tiempo y lugar. Todos
prestaban juramento de dedicarse a un propósito inquebrantable: la redención de la
humanidad. Y si los espíritus superiores hacían
burla por su vulgaridad e ignorancia, su misma
falta de erudición combinada con su gran sinceridad, les daba cierto toque de sencillez que el
público adoraba.
En la primavera de 1880, los prosélitos de
Booth comenzaron a vestir uniforme, privilegio
que ganaban a fuerza de espartana disciplina.
Hoy día, los cadetes del Ejército de Salvación, se
gradúan después de un curso de dos años en
cualquiera de sus 42 escuelas de cadetes, llevan
una vida dura y metódica, pero todo palidece
ante los rigores de aquellos primeros tiempos.
Aprendían al dedillo la ciencia de la “fregología”... levantándose al rayar el alba a fregar y a restregar los escalones de piedra de sus cuarteles, a dejar brillantes las botas y los cristales de las
ventanas. El curso era práctico desde el principio
hasta el fin. Aprendían a hacer frente a las sátiras
y a los huevos podridos con que podría recibirlos
un auditorio adverso en campo abierto y las palabras soeces de un cantinero en su propia taberna. “Os sentencio a todos a trabajos forzados de
por vida”, dijo Booth con amarga ironía al despedir a una clase que se graduaba.
Cuando había dinero disponible, se pagaban
modestos salarios, pero en el histórico “Congreso
de Guerra” que confirió a Booth poderes supremos, el General decretó que todos los gastos del
Ejército se atenderían antes que el pago de sueldos. El reglamento era riguroso en verdad pero
garantizaba a Booth una unidad de combate
capaz de triunfar sobre toda oposición: Un batallón de entusiastas decididos a rescatar almas perdidas en los abismos de la bebida y de los vicios y
capaces de hacer sentir su presencia. Booth quería
“gente piadosa, atrevida y emprendedora” y eso
fue precisamente lo que consiguió.
“Con tal de salvar almas”, confesaba Catherine
Booth, “con mucho gusto paso por tonta ante los
ojos del mundo”. Los soldados tomaron a pecho
ese ejemplo.
El Teniente Theodore Kitching, cuáquero de
carácter apacible, había comenzado como maestro de escuela, mas para llamar la atención de las
masas entró en Scarborough montado en un
pollino enjaezado de rojo; y para vender sus ejemplares del Grito de Guerra consiguió prestada una
campanilla y con ella fue repiqueteando por las
calles. Otro predicador subía a la improvisada tribuna enfundado en un suéter rojo que tenía por
delante el escudo del Ejército de Salvación y por
detrás un letrero que decía “El diablo es un mentiroso”. Las chicas del Este de Londres atraían
multitudes nunca vistas desfilando, por consejo
de Booth, con las camisas de dormir puestas sobre
los uniformes.
Hasta el mismo Bramwell, venciendo su
cortedad de genio, solía llamar la atención de la
gente y formarse un auditorio predicándole a su sombrero en forma de pantomima, o levantándose de un ataúd conducido por seis hombres
para pronunciar las palabras de San Pablo: “¡Oh
muerte! ¿Dónde está tu aguijón?”
No eran meros sensacionalistas que hacían
alharaca por el gusto de hacerla. Una vez logrado su propósito de reunir con sus tácticas de
circo un auditorio, se tornaban en apasionados
paladines del Evangelio y de la reconciliación
con Dios.
Misiones en la India
El celo misionero de Booth llevó al Ejército
de Salvación allende los mares. Se establecieron
avanzadas en Estados Unidos, Canadá y
Australia. Y Kate, su hija mayor personalmente
“abrió el fuego” en Francia, donde la diferencia
de cultura y concepto de la vida ofrecían muchos
peligros. Ansiosa de lanzar una edición francesa
similar al Grito de Guerra, Katy pensó que el
amor del Ejército de Salvación hacia los pobres
podría muy bien resumirse en el título del periódico llamándolo Amour. Mas hubo quien la
disuadiera a tiempo. Una chica tan linda como
ella voceando “Amour un sou” por los bulevares, era algo que podía provocar malas interpretaciones. Apresuradamente se cambió el
nombre del periódico por En Avant.
Con el tiempo se estableció el Ejército en casi
todas las naciones de Europa y el Hemisferio
Occidental ... mas, esas tierras eran ya cristianas.
La verdadera prueba de su efectividad se hizo en
1882, cuando se resolvió emprender la guerra de
salvación entre los musulmanes, los brahmanes y
los budistas de la India.
“Recordad que es muy posible que os encontréis absolutamente solos”, reza un memorando
que repartió entre los voluntarios que iban a la
India. “En las aldeas adonde vais no tendréis
muebles. Tendréis que aprender a cocinar como
los indios y a lavar la ropa en el río, como ellos.
Es preciso dejar para siempre todas vuestras ideas
y vuestras costumbres inglesas”.
Booth fue aun más conciso en las instrucciones finales que dio al mayor Frederik Tucker, jefe de la misión india: “Hay que meterse dentro
de su pellejo, Tucker”, le dijo con firmeza.
Mas no fueron los indios los primeros en
rechazar a Booth, el gobernador inglés de
Bombay se opuso fanáticamente a que los
misioneros vivieran como indios. Temía que la
confusión de casta entorpeciera la dominación
británica y juró hostilizar a Tucker hasta que
abandonara la ciudad.
Se prohibieron las procesiones y las reuniones
públicas y cuando Tucker desobedeció la orden
fue arrestado. Durante cinco meses hubo un
estado de guerra civil entre el gobierno y los salvacionistas. Finalmente intervino el departamento encargado de los asuntos de la India en
Londres y ordenó suspender la persecución.
Para los soldados de Tucker, que pronto recibieron refuerzos de Londres, cualquier sacrificio
era aceptable con tal de salvar almas. “¡Aleluya¡”,
escribía a su casa un recién llegado. “No me he
acostado en una cama desde que llegue aquí. He
dormido a campo raso. Se me han hinchado y
ulcerado los pies en las primeras semanas de trabajo, pero todo eso se compensa con sólo ver los
rostros alegres de los convertidos”.
Vestían túnicas color de azafrán al estilo indio,
en señal de renuncia, y usaban sandalias. Para llegar hasta los tamiles del sur se afeitaban las
cabezas dejándose en la coronilla un mechón
que trenzaban en forma de coleta; en la frente se
pintaban la marca de casta del Ejército de
Salvación con rojo, amarillo y azul. Cuando trabajaban entre los “intocables” se volvían intocables entre ellos mismos, sometiéndose voluntariamente al oprobio y al ostracismo.
Conquistaban y triunfaban con el solo ejemplo
cristiano. Como caso típico puede citarse el de
Elizabeth Geikie, hermosa chica de ojos azules,
natural de Dundee. A su choza diminuta en
medio de la selva, cuyo único recuerdo de la
patria eran unas láminas recortadas del Grito de
Guerra y pegadas en las paredes de barro, los
aldeanos llevaron a un hombre medio enloquecido de dolor. Elizabeth se agachó y vio que se
le había clavado una enorme espina en la planta del pie, solamente asomaba la punta. Ella no
tenía instrumentos de cirugía, pero sí una dentadura muy fuerte. Se arrodilló y con los dientes
extrajo la espina de un tirón. Al día siguiente
aquel hombre y su esposa se hicieron salvacionistas. Aunque nunca llegaron a comprender
los sermones de Elizabeth, entendieron en cambio lo que significaba el hecho de que una mujer
blanca, para curar una herida pusiera sus labios,
la parte más sagrada del cuerpo, sobre un pie la
más innoble.
Este trabajo inicial le sirvió de base para conseguir un triunfo sensacional más adelante. La
noche en que iba a celebrarse la fiesta anual de
Ganes, la deidad de cabeza de elefante,
Elizabeth se ocultó atrevidamente en el templo.
Desde su escondite oía el batir de los tantanes y
la algarabía del villorrio; a poco llegó al claro del
bosque alumbrado por la luna una multitud
bulliciosa de hombres y mujeres cargados de
ofrendas. Todos se quedaron asombrados al
verla sentada en la cúpula del altar. Vestía un llamativo sarí color salmón y tenía los brazos
extendidos.
-Ahora ya sois seguidores del Dios vivo, les
increpó, poneos de rodillas, porque vamos a
orar. Entre la multitud había muchos a quienes
atendió durante la epidemia de cólera o en los
partos; muchos infelices a quienes proporcionó
alimento y consuelo; gente que no la había visto
buscar otra cosa que el bienestar de ellos mismos... Pusieron, pues, las ofrendas a un lado y se
arrodillaron a orar. Fueron los primeros de
muchos que hicieron eso en aquel sitio, donde
todavía existe un edificio del Ejército de
Salvación.
¿Por qué razón aceptan de buen grado los salvacionistas el peligro, la pobreza y la
degradación? Cuando le preguntaron esto a
Booth, él respondió:
-No puedo impedírselo. Lo hace de todos
modos.
Fruto de esa dedicación son los siete hospitales y los 1.090 Cuerpos que hoy dirige el
Ejército de Salvación en India, además de otros centros de ayuda.
Dolores del crecimiento
Con el buen éxito y su creciente influencia se
granjeó el Ejército encarnizados enemigos. Los
taberneros y dueños de lupanares fueron los más
resentidos por la brecha que Booth estaba
abriendo, con menoscabo de sus ganancias, y a
mediados de la década de 1880 tomaron parte
en el contraataque que se desató entonces.
En toda Inglaterra, los soldados del Ejército
de Salvación sufrían violentos ataques por parte
de la plebe. Los rufianes arrojaban brea y azufre
hirviendo sobre las tropas en marcha. En
Whitechapel, un grupo de muchachas fueron
atadas unas con otras y apedreadas luego con
carbones encendidos. En Hucknall le dieron a
un cadete una paliza tan salvaje que estuvo
inconsciente durante tres días. En Plymouth, 40
malhechores armados de orinales repletos
asaltaron el edificio del Ejército e hicieron de las
suyas. Una y otra vez se suspendían las reuniones
en medio de la mayor confusión.
Temiendo por la seguridad de sus adeptos y
especialmente por el peligro a que se exponían
las mujeres, Booth les aconsejó al principio que
procedieran con cautela. Todas las reuniones
debían celebrarse dentro de un edificio, dejando
la calle para los rufianes. Mas las tradiciones del
Ejército no estaban arraigadas en la prudencia, el
deseo de predicar el evangelio en las calles era
irresistible. “Si el demonio no nos ataca, tendremos que atacarlo nosotros”, declaró la
Capitana Ada Smith, la más pequeñita de las
graduadas de la Escuela de Cadetes.
Triunfaron sus fogosas palabras y Booth convino en que afrontara la oposición de frente. Eso
dio lugar a interminables y angustiosas luchas,
pero a la postre, después de muchos meses la
fuerza de la opinión pública obligó a la policía a
prestar protección al Ejército, y cuando esto
ocurrió la oposición despiadada fue desapareciendo.
Tales contratiempos, y otros apremios de un
organismo creciente, fueron minando la salud de
Booth. Rara vez estaba libre de las molestias de la
dispepsia y sus ayudantes lo encontraban irritable
y aun de mal genio. Desayunaba sobriamente: un
huevo cocido, una tostada y una taza de té sin
azúcar, y solía gritar en tono fulminante que le
gustaba su té, lo mismo que la religión: ¡bien
caliente¡ Comía de prisa y con el estómago siempre adolorido.
Catherine era su consuelo. Al volver a casa,
excesivamente cansado le tomaba la mano al
entrar y le decía: “Kate, oremos juntos”, después
de una breve oración se levantaba armado de
nuevos bríos.
Theodore Kitching, el cuáquero ex-maestro de
escuela, recordaría siempre una tarde en que
tomaba el té en compañía de Catherine, mientras
ella placidamente zurcía los calcetines del
General. De pronto sintieron un coche que se
detuvo en la calle, y Catherine se incorporó de un
salto y corrió presurosa a la puerta.
-¡Oh, William -le oyó decir Kitching-, que alegría siento al verte!
Él se sentó a su lado, ella le pasó las pantuflas
de lana tejidas con sus propias manos y lo colmó
de tiernas caricias. Profundamente conmovido,
Kitching se alejó de puntillas; estos amantes
tenían ya 55 años y muy pronto iban a cumplir el
trigésimo aniversario de sus bodas.
Ambos hallaban consuelo en sus hijos, que
también habían entregado sus vidas a Dios. Él
nunca dejaba de emocionarse al verlos reunidos
en la cocina después de una reunión vespertina,
hablando con entusiasmo de nuevas conversiones
y nuevos reclutas. Bramwell, que tenía 28 años,
seguía siendo el Jefe de Estado Mayor de su
padre; los otros tenían también puestos de importancia. Kate y Herbert trabajaban en Francia,
Emma se disponía a viajar a la India, Ballington
dirigía la Escuela de Cadetes para hombres, y
Evangeline, con su fulgurante melena roja y su
oratoria más fulgurante aun, prometía grandes
cosas. Lucy, nacida tres años después de que
Booth comenzara su cruzada en el Este de
Londres, la menor y la octava de la prole tenía ya 16 años y en esa década saldría para la India.
Solamente Mariam, de 20, era demasiado delicada de salud para tomar parte activa en la batalla de
la salvación.
En 1884, el Ejército se componía de 900
Cuerpos, de los cuales más de 260 funcionaban
allende los mares. De los 500 oficiales que había
en el extranjero sólo 90 procedían de Gran
Bretaña; los restantes se habían reclutado en sus
países nativos. El Cuartel general se hallaba en
una casa de seis pisos, antiguo salón de billares de
la calle Queen Victoria, donde un ajetreado personal de 80 empleados despachaba cerca de dos
mil comunicaciones diarias. El Ejército de
Salvación era ya un movimiento que manejaba un
presupuesto de 30.000 libras esterlinas anualmente.
Otros clérigos comenzaban ya a hacer la corte
a Booth. Había gente, confesaba el arzobispo de
New York, que la iglesia de Inglaterra no era
capaz de atraer. Al practicar un reconocimiento
nocturno un día de trabajo en Londres se
averiguó que a los Cuerpos del Ejército concurrían 17.000 devotos mientras que a las iglesias
regulares sólo asistían 11.000. El Arzobispo hasta
llegó a proponer la incorporación del Ejército de
Salvación a la iglesia de Inglaterra. Pero Booth no
quiso ni siquiera oír hablar de eso, pues no estaba
dispuesto a ceder ni un ápice de su férreo
dominio. El Ejército se había extendido sobre el
globo terráqueo precisamente porque era móvil,
porque se concentraba en un solo propósito y
porque despreciaba los convencionalismos.
-Como bien lo ven -explicaba Booth-, nosotros
no tenemos reputación que perder.
“Un mal repugnante”
Ninguna batalla de las que libró el Ejército fue
tan dramática como su lucha para redimir a las
prostitutas de Gran Bretaña y acabar con la innoble trata de muchachas menores de 20 años.
Desde 1881, Booth había mantenido en Londres
un refugio para mujeres de la calle que buscaban
cambiar de vida, y en un período de tres años
unas 800 muchachas habían pasado por él. No
obstante, esto por sí solo era casi nada para contrarrestar el enorme tráfico de esclavas blancas.
Más tarde, en la primavera de 1885, Annie
Swan, una joven de 17 años, llamó a las puertas
del centro. Vestía un traje de subido color escarlata, símbolo de su degradante profesión, llevaba
en su mano un libro de himnos del Ejército de
Salvación, y pidió ver al General.
Bramwell, como lugarteniente de su padre,
fue quien escuchó su historia. Annie era una
chica pueblerina que había ido a Londres desde
Sussex para trabajar en el servicio doméstico... y
había caído en una trampa ingeniosamente puesta. El servicio no exigía toca ni delantal, sino
traje rojo de seda, y la “casa” era un burdel
cuyos residentes eran otras chicas cautivas, de su
edad poco más o menos.
Después de comprobar la veracidad de la historia, Bramwell resolvió buscar un aliado de
influencia y lo halló en William Stead, director
de la Gazette. Stead se mostró incrédulo hasta
que oyó contar a otras tres macilentas pupilas,
todas menores de 16 años, las angustias y
remordimientos de sus vidas. Eso fue suficiente.
Al punto formó una comisión secreta que inició
una intensiva investigación sobre la trata de
blancas. De cien casos consecutivos investigados,
la tercera parte resultaron ser chicas menores de
16 años que habían sido inducidas con engaños
a la prostitución. Se supo también que solamente en Inglaterra había 80.000 prostitutas y
que el negocio producía ocho millones de libras
esterlinas al año.
Se descubrió que gran parte de las utilidades
se obtenían con las “doncellas novatas”, como se
las llamaba en el argot del negocio. El cebo más
común para atraerlas era el mismo con que había
caído Annie Swan: Anuncios en los periódicos
solicitando muchachas campesinas para el servicio doméstico en Londres. Pero cualquiera que
fuese el ardid, la suerte de la chica era siempre la
misma: la narcotizaban, la violaban y la tenían
presa en el lupanar hasta que cumpliera con los
deseos de la dueña.
De acuerdo con la ley, las jóvenes mayores de
13 años, edad de consentimiento, no tenían
recurso jurídico. Pero con menores aún se hacía
negocio, porque sin un auto de habeas corpus, la
policía no podía entrar a un burdel a buscarlas y
esos autos eran difíciles de obtener. Miles de chicas se despachaban como ganado a las casas
reglamentadas por el Estado que existían en
Bruselas y Amberes. A las más recalcitrantes las
narcotizaban y las empacaban en cajas de madera
a las que abrían respiraderos para que entrara el
aire. ¡Cuántas veces la víctima despertó en
medio del viaje para encontrarse con el indecible
horror de sentirse enterrada en vida!
La investigación de Stead duró seis semanas. El 6 de julio de 1885 apareció su primer artículo. La edición se agotó inmediatamente y cada número del periódico ya leído se vendía en media corona. George Bernard Shaw, uno de los críticos del diario, llevó personalmente un fajo de Gazettes a un kiosco y las vendió to das. La reacción fue violenta; mucha gente creía que Stead no era más que un pornógrafo y, en respuesta al clamor del público, el Ministerio del Interior ordenó que suspendiera las publicaciones.
Stead no lo hizo, más al tercer día de la serie el éxito de su cruzada se vio en peligro. Un enorme gentío se agolpó a la puerta de la Gazette; no eran hombres sedientos de justicia, sino una chusma reclutada por los tratantes de blancas, que querían entrar a saquear el edificio. Llovieron sobre él piedras y trozos de ladrillo y las polvorientas vidrieras quedaron hechas añicos antes que la policía pudiera dispersar a los amotinados.
Stead creía que la situación era desesperada.
Esa misma tarde se había presentado una
moción en la Cámara de los Comunes para continuar el debate de la ley que debía elevar la edad
legal del consentimiento. Era preciso que la tercera entrega de sus publicaciones llegara a manos
del público. “Enviaré un mensaje al General
Booth”, pensó. “Él es el único capaz de ayudarnos”.
El mensajero llegó rápidamente a la calle de Queen Victoria y sin obstáculo alguno hasta la
presencia del General. Booth lo escuchó en
silencio, dio media vuelta en su silla giratoria y
luego dijo: “Dígale al señor Stead que haremos
todo lo humanamente posible para ayudarlo”.
Y de su puño y letra escribió: “¡Siga adelante,
todo golpe cuenta. Hay multitud de gente
horrorizada que implora con ahínco esa ley. Esta
vez conseguiremos que los legisladores reparen
en la repugnante enfermedad”.
En toda Inglaterra trabajó el Ejército de
Booth por mantener ardiente la indignación del
público; el General en persona capitaneó manifestaciones populares en varias ciudades. En 17
días de continuo afán el Ejército de Salvación
recogió 393.000 firmas en una petición para elevar la edad legal del consentimiento ... era un
enorme rollo de papel que al desenvolverse
medía casi cuatro kilómetros de largo. Lo presentaron al Parlamento a fines de julio y, en cosa
de pocos días, fue nombrada una comisión que,
después de estudiar cuidadosamente las denuncias de Stead, informó que eran “sustancialmente ciertas”.
El gobierno no podía hacer más que actuar.
La ley que elevaba la edad del consentimiento a
los 16 años y autorizaba a la policía a registrar
los burdeles sospechosos obtuvo una mayoría
abrumadora.
“Demos gracias a Dios”, escribió Booth en el
Grito de Guerra por el éxito con que Él ha coronado el primer esfuerzo del Ejército de Salvación
para mejorar las leyes del país”.
En verdad, el prestigio del Ejército de
Salvación se remontó a las más altas cumbres.
Uno de sus antiguos benefactores puso en las
manos de Catherine Booth 2.000 libras esterlinas para el rescate de muchachas descarriadas.
En el espacio de cinco años Booth tenía 13 casas
que albergaban 300 jóvenes, solamente en el
Reino Unido, y 17 más en el extranjero ... precursoras de los 119 albergues donde a mediados
del siglo XX se acogerían 4.000 muchachas
anualmente.
En medio de la vida…
Una noche de invierno de 1887, el general
Booth abrió un nuevo cuartel en Kent y no salió
para su casa hasta después de las doce. Al pasar
traqueteando su coche de alquiler sobre el
puente de Londres, que cruza el Támesis, vio
algo que lo llenó de congoja. Centenares de
hombres, sin casa ni hogar, acurrucados en las
concavidades del puente se protegían del viento
y del frío tan sólo con sus andrajosos vestidos y
hojas de periódicos. Aquel espectáculo lo perturbó y, cuando Bramwell se le presentó la mañana
siguiente, el General le preguntó:
-¿Sabías tú que hay hombres que pasan la
noche en los puentes?
Aunque a Bramwell no le caía eso de sorpresa,
se sintió herido en el cargo velado que le hacía
su padre de que sabiéndolo no le pusiera remedio. Después de todo, dijo, el Ejército de
Salvación no podía remediar todos los males
sociales.
Con un movimiento brusco de la mano,
Booth desdeñó tal argumento y dio una orden
que iba a cambiar el rumbo de la institución.
-Anda y haz algo -le dijo-. Toma un almacén
de depósito desocupado y ponle calefacción.
Busca algo con qué abrigarlos. ¡Pero, escucha
Bramwell, nada de juegos, esto va en serio!
Por los informes de sus lugartenientes diseminados por todas partes se supo que la escena
del puente de Londres no era un caso aislado. Había casi tres millones de personas en Gran
Bretaña que arrastraban una vida de extrema
indigencia y para ellos pedía Booth el “privilegio
de los caballos de coche”, el mismo derecho que
gozaba cualquier animal de carga londinense de
tener comida, abrigo y trabajo.
El almacén de depósito que consiguió
Bramwell para los desheredados no fue más que
el paso inicial. En 1888, estableció el Ejército su
primer restaurante de comida barata. No era una
de esas cocinas de caridad que reparten sopa
aguada, de las que Booth desconfiaba, sino un
comedor en donde se vendían los alimentos a
precios increíblemente bajos: Pastelillos de carne
y patatas por tres peniques, un pastel de dulce
por medio penique. También se ofrecía alojamiento. Con cuatro peniques se conseguía
jabón, toallas, comodidades higiénicas y cama en
un dormitorio con calefacción.
Esos primeros esfuerzos, que embargaban
cada vez más el tiempo de Booth, se hicieron en
circunstancias penosísimas. A principios de
1888, cuando apenas comenzaban las actividades de asistencia social, se descubrió que
Catherine tenía cáncer. Fue sometida a una
operación quirúrgica, pero el progreso de la
enfermedad no pudo contenerse.
Booth, a quien afectaba profundamente el
sufrimiento de la humanidad, sentía los dolores
de Catherine como si fueran propios. Sin embargo, ninguna inquietud personal era capaz de
hacerle olvidar los problemas de los demás. Y así,
para que toda Inglaterra conociera las espantosas
condiciones de los barrios bajos, se ocupaba en
preparar una revelación basada en sus propias
notas y en los informes de sus subalternos. Con
frecuencia, al salir del cuarto de Catherine se
sentía completamente abatido pero, de un modo
o de otro, lograba siempre reanudar sus labores.
Día y noche escribía y corregía, interrumpiendo
el trabajo solamente para dirigir a Dios una
súplica por la salud de su bien amada esposa.
Catherine solía quejarse tristemente de que se
estaba muriendo en una casa que era como una
“estación de ferrocarril”, pero ella sabía más que
nadie que no era posible eludir el trabajo de la
salvación. A todas horas entraban y salían funcionarios: los mensajeros golpeaban a la puerta
llevando telegramas urgentes y su misma alcoba
se convirtió en salón de sesiones donde se discutían y tomaban forma los planes de acción del
Ejército.
Sus sufrimientos se prolongaron aún por dos
años, pero su fe continuó inamovible. “No os
preocupéis de la muerte”, escribía a sus amigos.
“Procurad vivir bien, y la muerte será buena”.
Su única inquietud, le confesó a William, era la
de “no poder estar contigo para asistirte en tus
últimos momentos”.
El 2 de octubre de 1890 comenzó el final.
William se sentó a su lado, le tomó las manos y
sintió que ella se quitaba del dedo el anillo
matrimonial de oro y lo deslizaba en uno de los
suyos.
-Con esta prenda se unieron para siempre
nuestras vidas -le dijo- y con ella nos unimos en
la eternidad.
Booth asintió silenciosamente. No amaría a
ninguna otra mujer de este lado del paraíso.
Dos días después Catherine moría en sus brazos, con su nombre en los labios. En los
funerales flotaron blancos gallardetes en las astas
de las banderas y los soldados lucieron al brazo
cintas blancas en señal de duelo; porque en el
Ejército de Salvación no se lleva el luto de negro.
Catherine estaba en el cielo y el blanco era señal
de regocijo, símbolo de su Promoción a la
Gloria.
En la Oscura Inglaterra
Poco después de la muerte de Catherine publicó Booth un volumen sobre los barrios bajos
ingleses al que llamó En la Oscura Inglaterra,
remedo irónico del título del reciente y famoso
libro del explorador Henry Morton Stanley: En
la oscura Africa. La obra, que fue editada por
William Stead, su antiguo aliado en la guerra
contra la trata de blancas, proponía el plan de
aplicar la ética cristiana a la civilización industrial. Por primera vez la gente que había tenido
a Booth sencillamente como un evangelista
excéntrico, se enteraba de su obra en los barrios
bajos, de sus tiendas de comestibles, de sus asilos, y supieron que tales cosas eran apenas los
primeros elementos de un amplio programa.
Como los obreros y las empresas carecían de
un campo común, Booth abrió la primera “oficina de trabajo” en el Reino Unido, la cual con el
tiempo iba a proporcionar empleo a incontable
número de desocupados. Al enterarse de que
una 9.000 personas se perdían anualmente en
Londres, fundó la agencia para buscar personas
extraviadas con sus diez mil funcionarios como
posibles investigadores. Soñaba con una gran
colonia campestre en donde los holgazanes
depravados pudieran regenerarse con el trabajo
honrado en un medio placentero. Quería fundar
un banco para los pobres; prestaba ayuda legal a
los destituidos; y columbraba un proyecto de
emigración para fundar allende los mares una
nueva colonia poblada por familias que quisieran
empezar una vida nueva.
Para llevar adelante su obra solicitaba un
fondo de 10.000 libras al año para sostener el
programa.
Su atrevida concepción lo hacía el hombre
más polémico de Gran Bretaña. En el término
de un mes se vendieron 90.000 ejemplares de su
libro y al cabo de un año 200.000. Hervía la
marmita de la controversia.
Los críticos se burlaban de su plan calificándolo de “utopía pueril e irrealizable”. Argüían que
hasta entonces nadie había sido capaz de transformar a un vagabundo en hombre útil a la
sociedad. Según ellos, Booth hacía caso omiso
de la fluctuación de los negocios, estorbaba el
libre desarrollo de la clase obrera, mutilaba los
derechos individuales e introducía el socialismo.
No se contentaban sus detractores con criticar el
libro: de él personalmente decían que era “un
charlatán, un pícaro piadoso, un santurrón sensual y deshonesto”.
Bramwell se enfurecía con esos ataques personales, pero su padre los despreciaba. “Dentro
de cinco años”, solía decir, “no tendrá importancia el modo como esa gente nos trató. En
cambio será de suma importancia la manera
como llevamos a cabo la obra de Dios”. Nunca
pensó que su programa era la única solución del
problema, pero había que empezar a resolverlo
en alguna forma.
“Cuando se venga abajo el cielo”, contestaba
a sus críticos, “indudablemente atraparemos
golondrinas. Pero, ¿qué haremos mientras
tanto?”
En toda la década del noventa fue preciso buscar trabajo para los desocupados, y el Ejército,
con el fin de crear empleos, se aventuró en
empresas comerciales. Booth exploró muchos
campos: manufactura de ladrillos, distribución
de periódicos, una fábrica de muebles.
Cuando había abusos contra los trabajadores,
Booth los combatía. Supo por ejemplo, que
muchos fabricantes de fósforos trataban a sus
empleados como esclavos. Conoció el Ejército
de Salvación un caso en que una madre trabajaba con sus dos hijos, menores de nueve años, 16
horas al día para llevar a casa algo más de dos
chelines. Como no les daban tiempo para comer,
engullían un pedazo de pan sin dejar el trabajo.
Peor aún, la mayoría de los fabricantes usaban
fósforo amarillo para hacer las cabezas de las
cerillas. Tan tóxicos eran los gases de este producto químico que el Ejército encontró muchas
mujeres sufriendo de terribles dolores de muelas. Ellas no sabían que el fósforo atacaba las
mandíbulas. Primero se les ponía verde todo un
lado de la cara, luego negro y enseguida venía la
supuración. Era el fosforismo de la mandíbula
que producía necrosis del hueso y esto la
muerte.
Para combatir esos males el Ejército de
Salvación abrió su propia fábrica de cerillas en un
local claro y bien ventilado donde se usaba un
fósforo rojo inofensivo y donde se llegó a producir seis millones de cajas anualmente. Al cabo
de una campaña de diez años la industria de cerillas se vio forzada a suspender el uso de fósforo
amarillo y el Ejército cerró su fábrica, después de
haber cumplido su misión.
“Lucharé hasta el fin”
El hombre cuya parroquia fue una vez un arrabal del Este de Londres viajaba ahora alrededor
del mundo siguiendo las sendas que sus soldados
le habían abierto. Visitó los Estados Unidos,
Alemania, sólo sentía no poder ir a inspeccionar
los trabajos de exploración que hacía su Ejército
en Alaska y Java. “Id a buscar almas”, dijo a sus
reclutas, y ningún país había sido para ellos
demasiado remoto.
Ningún pueblo demasiado bárbaro.
Estadistas y reyes competían ahora por honrar a
Booth. En 1898 pronunció la oración de apertura del Senado de Estados Unidos. En 1904, el rey
Eduardo VII le estrechaba la mano en el palacio
de Buckingham y le decía: “Está haciendo usted
una gran obra, una obra enorme, General
Booth”. El rey también quería saber cuál era la
actitud de las iglesias hacia el Ejército.
-Señor -le respondió Booth-, ahora ellas nos
imitan.
El rey le pidió que escribiera algo en su libro de
autógrafos y Booth anotó lo siguiente:
La ambición de algunos hombres es el arte;
La ambición de otros, el oro;
La ambición de otros, la fama;
Mi ambición es el alma de los hombres.
En octubre de 1905, cuando Londres le
entregó las llaves de la ciudad, no quiso ocupar la
carroza triunfal que había de conducirlo al
Parlamento a través de las calles donde él y sus
ayudantes habían socorrido a los pobres. Prefirió
ir a pie. Un grupo de sus soldados marchaban a su
lado hasta que Bramwell, impresionado por el
simbolismo del acto, ordenó: “¡Atrás, atrás! ¡Dejadlo andar solo!”
De pronto Booth se quitó su sombrero de copa y la multitud que lo veía pasar contempló su
hermoso cabello blanco revuelto por la brisa otoñal. Hubo muchos que a la vista de aquella figu ra imponente y vene rablelloraron sin tra tar de
ocultar sus lágri mas.
A los 75 años traba jaba todavía Booth incansable mente. Para él empezaban las labores del día a
las seis de la mañana y no terminaban hasta después de media noche. Nunca disponía de todo el
tiempo que hubiera querido. Solía despertar a
sus ayudantes,
para que llevaran algún recado o
para dictarles, a las cuatro de la mañana.
Interesado con las posibilidades del automóvil
salió en una excursión de 29 días por la Gran
Bretaña, y en espacio de ocho años efectuó siete
recorridos de esa clase, predicando el Evangelio
en centenares de reuniones públicas. Con un gabán de motorista verde oscuro, que le llegaba a
los tobillos, y una gorra picuda con que había
reemplazado su famoso sombrero de pelo, se hizo una figura conocidísima en todo el país. En
todas las ciudades de Inglaterra la gente se agolpaba al verlo entrar en su Napier blanco de ruedas rojas.
Le obsesionaba todo el trabajo que estaba aún
por hacer. Bramwell lo encontraba a veces paseando agitadamente por la noche, con los brazos cruzados y una toalla húmeda envolviéndole
la cabeza, preocupado por la suerte de los pobres, los enfermos y los pecadores.
—Quiero hacer más por los que no tienen hogar —manifes taba con vehemencia a su hijo repetidas veces, no solamente en este país si no en
todas partes. Cuida de los desheredados, Bramwell. Prométemelo.
Aunque Bram well se lo prometía, Booth tenía
que decir la última palabra:
—Cuidadito como no lo hagas... Si no cumples tu promesa volveré del otro mundo a exigir te su cumplimiento.
Dispuesto a pelear has ta el fin, se oponía testaruda mente a dar por terminada su misión. Una
vez, en Alemania, cumplidos ya los 81, rechazó
con desdén una cómoda silla de brazos que le
ofrecían, diciendo:
—Eso es para los viejos.
Pero ya entonces su salud desmejoraba rápidamente. Sufría de cataratas y estaba casi ciego.
Cierto día de fines de enero de 1912, Bramwell
se quedó horrorizado al verlo tropezar y caer de
cabeza escaleras abajo. Milagrosamente no se hizo daño, pero en mayo del mismo año confesó
ante un auditorio de 7.000 salvacionistas que
llenaban el Albert Hall que iba a entrar en el “dique seco para que lo repararan”
“Mientras haya mujeres que lloran, como lloran ahora”, dijo a sus oyentes, “yo lucharé;
mientras haya niños con hambre, como los hay
ahora, yo lucharé; mientras ha ya presos en las
cárceles, yo lucharé; mien ras quede en el mundo una sola alma en la oscu ridad, sin la luz de
Dios, yo lucharé ... lucharé hasta el fin”.
Fue aquel su último sermón, quizá el mejor.
Tres meses después, el 20 de agosto de 1912,
moría a la edad de 83 años. Los oficiales de su
estado mayor que llegaron al día siguiente al
Cuartel General Internacional vieron esta sencilla nota en la ventana: “El General ha entregado
su espada”.
Se desvivió por los desdichados
En 60 años de labor evangelística Booth había
recorrido ocho millones de kilómetros y pronunciado cerca de 60.000 sermones. Su espíritu
hipnótico había inducido a 16.000 oficiales a seguir su bandera en 58 países y a predicar el evangelio en 34 lenguas. Su muerte se lloró en todos
los rincones del mundo.
Durante los tres días en que su cuerpo fue velado, 15.000 personas desfilaron ante el féretro
del viejo guerrero, y el día de sus funerales la ciudad de Londres cerró sus oficinas; las banderas
de todas las naciones se inclinaron para saludarlo; circundaron su tumba coronas de flores enviadas por el rey y la reina y por los mandatarios
de todo el mundo.
Los servicios fúnebres se celebraron en un amplísimo salón de Londres al que concurrieron
40.000 personas. Oficiales del Ejército de Salvación venidos de todas partes del mundo en uso
de licencia, entre ellos su hija Evangeline, que
llegó apresuradamente de Nueva York, se arrodillaron al lado del feretro para renovar los votos
hechos a Dios y al Ejército. Junto con ellos se
arrodillaron ladrones, vagabundos, prostitutas...
los perdidos y los parias a quienes Booth había entregado el corazón.
Aunque pocos lo sabían, también estaba allí
presente la realeza. Medio oculta, en el fondo
del salón se sentaba la reina María de Inglaterra,
fiel admiradora de Booth. A última hora había
resuelto ir sin anunciarlo.
Cerca de ella había una mujer, vestida pobremente pero aseada, que le confesó su secreto a la
reina. En un tiempo había sido de la vida airada
y el ministerio del Ejército de Salvación la había
traído a los caminos del Señor. Años después, el
General Booth escuchó su historia y le dijo con
dulzura: “Hija mía, cuando vayas al cielo María
Magdalena te dará uno de los mejores sitios”.
La mujer había llegado temprano para tomar
un lugar junto al pasillo por donde habría de pasar el féretro. Y cuando pasó pudo colocar sin
que nadie se lo impidiera tres mustios claveles
sobre la tapa... únicas flores que adornaron el
ataúd durante el servicio.
La reina María se conmovió profundamente
cuando la mujer se volvió a ella y le dijo estas
sencillas palabras que podrían servir de epitafio a
William Booth: “Se desvivió por los desdichados
como nosotros”.
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