¿Que es el evangelio?, por René Padilla

por René Padilla


  L as preguntas más importantes que hoy se pueden hacer respecto a la vida y la misión de la iglesia están relacionadas no solo con la relevancia sino también con el contenido del evangelio. Por supuesto, hay lugar para la consideración de las maneras en que el evangelio satisface las necesidades del hombre en el mundo contemporáneo. Mucho más básica, sin embargo, es una consideración de la naturaleza misma de ese evangelio del cual se dice que satisface las necesidades del hombre. El qué del evangelio determina el cómo de sus efectos en la vida práctica. 

A la luz del pragmatismo actual casi no se puede esperar que se reconozca fácilmente la primacía de las preguntas teológicas acerca del evangelio. Con demasiada frecuencia se da por sentado que los cristianos ya conocemos nuestro mensaje y que lo único que ahora necesitamos es una mejor estrategia y métodos más eficientes para comunicarlo. En conformidad con esto, se mide la efectividad de la evangelización en términos de los re- sultados, sin referencia alguna (o con muy poca referencia) a la fidelidad al evangelio. Frente a este acercamiento hace falta un nuevo énfasis en el evangelio como aquello que determina la autenticidad de la evangelización, debido a las tres razones siguientes:  

  1. La primera condición para una evangelización efectiva es la certeza en cuanto al contenido del evangelio. Aunque esta certeza sólo es posible donde hay una respuesta personal, una respuesta de fe, la proclamación del evangelio va mucho más allá de una descripción de la experiencia personal: incluye una presentación de los hechos del evangelio como una realidad objetiva que se inserta en la situación humana y trasciende toda comprensión. Nadie puede considerarse listo para evangelizar a menos que pueda narrar “la antigua historia” con certeza en cuanto a sus elementos constitutivos y el significado de los mismos.  
  2. La única respuesta que una evangelización bíblica tiene derecho de esperar es la respuesta al evangelio. La genuinidad de la conversión de una persona depende directamente de la genuinidad del evangelio al cual ha respondido en arrepentimiento y fe. Un evangelio espurio sólo puede dar como resultado una conversión espuria. El cristiano que no se preocupa por comprender con claridad el mensaje que está llamado a anunciar probablemente logrará que los hombres respondan a él, pero no al evangelio.  
  3. La característica que distingue a la experiencia cristiana es que es una experiencia del evangelio. La experiencia cristiana es una experiencia religiosa pero no toda experiencia religiosa es cristiana, excepto la que surge del evangelio.  

No hay duda de que en el Nuevo testamento el evangelio tiene un contenido definido. Pese a todas las variaciones que se pueden hallar en su formulación, es algo a lo cual es posible referirse como “el evangelio” (to evangelion), sin calificativo.1 Es un mensaje que se puede predicar (Mt 4.23, 9.35, 24.14, 26.13; Mr 1.14, 13.10, 14.9, 16.15; Gá 2.2; 1Ts 2.9), “testificar” (Hch 20.24), proclamar (1Co 9.18; 2Co 11.7; Gá 1.11; cf. 1Co 9.14), dar a conocer (Ef 6.19), anunciar (1 Ts 2.2), a la vez que oír (Hch 15.7; Ef 1.13; Col 1.23) y creer (Mr 1.15) o recibir (1Co 15.1; 2Co 11.4).  

Tan definido es su contenido que Pablo puede afirmar en términos inequívocos que aparte del evangelio que él predica no hay otro evangelio (Gá 1.6-9). Si esto es así, la pregunta que tenemos que plantearnos en relación con cualquiera de las fórmulas doctrinales que hoy están en circulación y que pretenden ser síntesis del evangelio no es si funciona sino si es fiel al evangelio bíblico. El propósito del presente escrito no es tanto ofrecer un resumen del evangelio como proveer criterios bíblicos para evaluar los resúmenes que actualmente se usan con frecuencia en la evangelización.  

I. El trasfondo histórico de euangelion  

En el Antiguo Testamento hay varios casos del uso de euangelion (“buena nuevas”, “noticia”) sin connotaciones religiosas. El evangelio que Sadoc trae a David es la victoria del rey sobre Absalón (2S 18.20, 22, 25).2 Un grupo de leprosos trae al rey Joram un evangelio de la liberación de Israel de la mano de los sirios (2R 7.9). Con un sentido secular se usa también el verbo “evangelizar” (euangelizomai; hebreo: biśśar) para referirse a la acción de traer noticias relativas a la coronación de un nuevo rey, la victoria sobre un enemigo, el nacimiento de un hijo (1R 1.42; 1S 31.9). En el Salmo 68.11 las “buenas nuevas” que los mensajeros han de anunciar les son dadas por el Señor y tienen que ver con la derrota de los enemigos de Israel: “Huyeron, huyeron reyes de ejércitos” (v. 12). Las evangelistas son una multitud de mujeres: en la historia de su interpretación este texto fue aplicado al Mesías.  

Más significativo para la comprensión del evangelio cristia- no es lo que se dice en cuanto a la proclamación de las buenas noticias (euangelizomai, siempre en forma verbal) en la segunda parte de Isaías (40-66), una sección del Antiguo Testamento usada frecuentemente por Jesucristo y la iglesia primitiva. En un pasaje importante el profeta vislumbra el retorno de Israel del exilio babilónico —retorno por medio del cual Dios manifiesta su soberanía universal— y exclama: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae buenas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina!” (Is 52.7). En el Nuevo Testamento se entiende este anuncio de la restauración de Israel (que es también el tema de las “buenas nuevas” en Is 40.9, 41.9 y 61.1-3) como una promesa de la salvación efectuada por Jesús y proclamada por los mensajeros cristianos. El evangelio de Isaías es la venida de la era mesiánica por el poder de Dios. Y en él se anticipa el evangelio cristiano.

Para los griegos la noticia que anuncia el evangelio es generalmente la noticia de una victoria. Levantando la mano el heraldo exclama: “¡Alégrense, hemos ganado!” Trátese de la victoria en la contienda deportiva o de la victoria en una batalla, la noticia es recibida con gozo y el evangelista recibe una recompensa, un euangelion. Pero euangalion también puede connotar ideas religiosas en el mundo gentil. Esto sucede cuando se usa el término en conexión con el culto imperial, como sucede en la inscripción en el monumento de Priene (Asia Menor, año 9 a. de C.) que, refiriéndose a Augusto, lee: “El nacimiento del dios fue para el mundo el comienzo de las nuevas de gozo que se han anunciado en su nombre”. Cuando en el primer siglo se anunció el evangelio de Jesucristo, se lo anunció en el contexto de otros evangelios que pretendían traer salvación a una huma- nidad que anhelaba gozo y paz.  

II. Un mensaje escatológico  

Cualquiera que lea el Nuevo Testamento difícilmente pasará por alto la importancia del Antiguo Testamento en la procla- mación del evangelio desde un comienzo. Es obvio que para la iglesia de los primeros días el evangelio derivaba su sentido del hecho de que en la historia de Jesucristo (incluida su vida, muerte, resurrección y exaltación), las profecías del Anti- guo Testamento se habían cumplido. La constante referencia a las Escrituras hebreas era mucho más que una técnica literaria: expresaba la comprensión de la obra de Jesús como el cumplimiento de las promesas divinas contenidas en esas Escrituras. Se veía la historia de Jesús como la culminación de un largo proceso de redención, un proceso que se había iniciado con Abraham, el padre de Israel.  

El mundo en el cual el evangelio se proclamó inicialmente era un mundo de expectativas mesiánicas. No importa lo que uno crea en cuanto a la conexión entre el Nuevo Testamento y los escritos apocalípticos judíos contemporáneos, el hecho es que éstos muestran que en el ambiente en que sucedieron los eventos del evangelio había una viva esperanza escatológica. Si se toma esto en cuenta, no es difícil imaginar el impacto que el evangelio debe haber producido en Israel cuando se lo anunció al principio. ¡Lo que los heraldos del evangelio proclamaban no era ni más ni menos que el cumplimiento de una promesa de Dios largamente esperada: ¡la promesa de visitar a su pueblo!  

La nota de cumplimiento aparece primero con Juan el Bautista. Su mensaje es: “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3.2). Él mismo es un profeta en quien se está cumpliendo la profecía de Isaías 40.3: es “Voz de uno que grita en el desierto: ‘Preparen el camino para el Señor, háganle sendas derechas’” (Mt 3.2-3). Es, en efecto, el precursor mesiánico cuyo ministerio Marcos describe como “comienzo del evangelio de Jesucristo” (Mr 1.1), precisamente porque Juan el Bautista es el primero en anunciar que Dios está a punto de actuar, para salva- ción y juicio, por medio del que viene detrás de él (cf. Mt 3.7-12; Lc 3.16-18). Él está en el límite entre la era de la promesa y la era del cumplimiento: “La ley y los profetas se proclamaron hasta Juan. Desde entonces se anuncian las buenas nuevas del reino de Dios…” (Lc 16.16). 

Marcos registra que “después que encarcelaron a Juan, Jesús se fue a Galilea a anunciar las buenas nuevas del reino de Dios. ‘Se ha cumplido el tiempo —decía—. El reino de Dios está cerca. Arrepiéntanse y crean las buenas nuevas’” (Mr 1.14-15). Juan el Bautista ha anunciado la inminencia de la inserción de Dios en la historia; ahora Jesús proclama que el día del cumplimien-to escatológico ha amanecido en efecto. Bien entendidas, sus palabras son una afirmación sorprendente. Ponen en relieve los siguientes hechos relativos al evangelio: 

  1. La proclamación del evangelio marca el kairos, el tiempo asignado por Dios para dar cumplimiento a su propósito. ¡Ha llegado la hora decisiva en la historia de la salvación! ¡Se está realizando la esperanza de los profetas! 
  2.  El contenido del evangelio no es una nueva teología o una nueva enseñanza acerca de Dios, sino un evento: la venida del Reino de Dios. La forma verbal (engiken) indica que lo que Jesús anuncia no es sólo la inminencia sino la llegada misma de una nueva realidad que ya está presente en medio de los seres humanos.
  3. La referencia tanto al Reino de Dios como al evangelio hace eco a Isaías 52.7. En otras palabras, Jesús se ve a sí mismo como el heraldo de la nueva era en la cual se cumple en anuncio de Isaías: “¡Tu Dios reina!” 
  4. La proclamación del evangelio es inseparable del llamado al arrepentimiento y la fe. Porque Dios está actuando ya, se invita a los hombres a dejar su pecado y volverse a él. Sin arrepentimiento y fe no puede haber participación en las bendiciones de la nueva era. 

El cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento es también el énfasis del primer sermón de Jesús en la sinagoga de Nazaret, según el evangelista Lucas. Después de leer un pasaje de Isaías en el cual se hace referencia a la proclamación de las buenas nuevas de la salvación mesiánica (Is 61.1, 2), Jesús cierra el libro, lo devuelve al ayudante y se sienta. Para sorpresa de sus oyentes, entonces afirma: “Hoy se cumple esta Escritura delante de ustedes” (Lc 4.20, 21). Él ha sido ungido por el Espíritu del Señor “para anunciar buenas nuevas a los pobres”; ha sido enviado a “a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner libertad a los oprimidos, a pregonar el año del favor del Señor”. Es el heraldo de una nueva era que se hace presente mediante su propia acción a favor de los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos. Su evangelio es una buena noticia de algo que está sucediendo por el poder del Espíritu que actúa por medio de él. “Cuando los heraldos proclamaban el año del jubileo por toda la tierra con el sonido de una trompeta, comenzaba el año, se abrían las puertas de la remisión, quedaban saldadas las deudas. La predicación de Jesús es ese sonido de la trompeta”.

La misma nota de cumplimiento resuena asimismo en varios otros de los dichos de Jesús en diferentes situaciones. Hablando sobre el ayuno, por ejemplo, hace uso de una metáfora, la fiesta de bodas, que en el judaísmo se reservaba para referirse a la consumación mesiánica: “¿Acaso pueden ayunar los invitados del novio mientras él está con ellos? No pueden hacerlo mientras lo tienen con ellos” (Mr 2:19). Esto implica que en su propia venida ha llegado el tiempo del cumplimiento. Otra vez, dirigiéndose a sus discípulos, les dice: “Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron; y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron” (Lc 10.23-24). La felicidad de los discípulos consiste en ver la salvación mesiánica que fue el objeto de la esperanza de otras generaciones. En la misma línea, cuando Juan el Bautista expresa dudas en cuanto a si ha identificado correctamente al Mesías, Jesús replica: “Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo. Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen lepra son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas nuevas” (Mt 11.4-5; cf. Lc 7.22). Su respuesta hace eco a Isaías 35.5-6. El significado es obvio: el escatón (el fin escatológico) ha llegado y está manifestando su presencia en medio de los hombres, aun- que no de la manera esperada por Juan. En el ministerio de Jesús se están cumpliendo las expectativas mesiánicas: sus milagros y proclamación de las buenas nuevas a los pobres son señales inequívocas de que Aquel que había de venir en efecto ha venido. 

La característica más distintiva de la enseñanza en cuanto al Reino de Dios es que, en anticipación al final del tiempo, la era del Reino está ya se ha hecho presente por medio de su persona y ministerio. Como G. E. Ladd ha afirmado, éste es “el corazón de su proclamación y la clave de toda su misión”. El énfasis de Jesús no está meramente en la proximidad del Reino, sino en su llegada real anticipadamente. Ésa es la fuerza del verbo en Mateo 12.28, traducido correctamente en la NVI: “En cambio, si expulso a los demonios por medio del Espíritu de Dios, eso significa que el reino de Dios ha llegado a ustedes”. Sin embargo, su presencia no es completamente obvia porque el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento no se lleva a cabo en los términos esperados por los judíos. Ésa es la razón por qué los fariseos, en su rechazo de Jesús como el Mesías, no pueden ver que el Reino de Dios ya está en medio de ellos (Lc 17.21). 

El Reino como una realidad presente no sólo es el tema de la proclamación de Jesús (Mt 4.23, 9.35; Mr 1.14-15; Lc 4.43, 8.1, 16.16) sino también el mensaje que él encomienda primero a los Doce (Mt 10.7; Lc 9.2, 6) y posteriormente a los Setenta (Lc 10.9, 11). En efecto, según las propias palabras de Jesús en su Sermón de los Olivos, el Reino será el tema de la predica- ción cristiana hasta el fin de la era presente (Mt 24.14; cf. Mr 13.10). A la luz de estas afirmaciones, nadie debe sorprenderse de encontrar que Lucas, en Hechos de los Apóstoles, describe el mensaje que Felipe predica en Samaria como “las buenas nuevas del reino de Dios y el nombre de Jesucristo” (Hch 8.12), y afirma que en la sinagoga de Efeso Pablo habló con denuedo, discutiendo “acerca del reino de Dios, tratando de convencerlos” (Hch 19.8) y que en Roma predicó el Reino de Dios (Hch 28.23, 31). Si algo prueban estas referencias al contenido del mensaje predicado después de Pentecostés, prueban que el mensaje que se difundió según la promesa que Jesús había hecho a sus apóstoles, de que el Espíritu Santo vendría sobre ellos y como resultado ellos le serían testigos “tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1.8), fue esencialmente el mismo mensaje que Jesús predicara desde el principio: que en su propia persona y ministerio Dios había actuado definitivamente para traer el Reino. 

Esta visión de la unidad del evangelio como las buenas noticias de una nueva realidad escatológica manifestada en Jesucristo es confirmada por el testimonio de todo el Nuevo Testamento. El día de Pentecostés Pedro anuncia que Jesús, que fue crucificado, ha sido “exaltado por el poder de Dios” y “Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hch 2.33, 36). Las predicciones del  Antiguo Testamento relativas al Santo que no vería corrupción (Sal 16.8-11) y al Rey que se sentaría en el trono de David (Sal 89.3-4; 132.11) —dice el orador— se han cumplido. El énfasis de Pedro es claro: Jesús está en el trono, ha llegado la era mesiá- nica. Su mensaje hace eco a la afirmación del mismo Jesús como parte de la Gran Comisión: “Se me ha dado toda autoridad en el cielo y en la tierra” (Mt 28.18). Y es un anticipo de la declaración central de la predicación apostólica, sintetizada en el más antiguo de los credos cristianos: Jesucristo es el Kyrios, el Mesías de Israel es el Señor de todos (Hch 10.36, 11.20; Ro 10.9, 12). El evangelio que Dios prometió en la antigüedad por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras es las buenas nuevas rela- tivas al Hijo, que “según la naturaleza humana era descendiente de David, pero que según el Espíritu de santidad fue designado con poder Hijo de Dios por la resurrección” (Ro 1.3, 4).7 Como Oscar Cullmann ha destacado,8 la confesión de Jesucristo como el Kyrios, que se repite cientos de veces en el Nuevo Testamento, resume la fe de la iglesia primitiva y apunta al hecho de que Aquél que fue crucificado en el pasado y que ha de retornar en el futuro, actualmente ejerce el gobierno de todo el universo, sentado “a la derecha de Dios.” 

Desde la perspectiva del Nuevo Testamento, la nota clave del mensaje del evangelio es el cumplimiento de las promesas de Dios dadas en el Antiguo Testamento. En virtud de la obra de Jesucristo y por la acción del Espíritu, aquí y ahora es posible que los seres humanos experimenten “la buena palabra de Dios y los poderes del mundo venidero” (He 6.5). Los cristianos son aquellos a quienes les “ha llegado el fin de los tiempos” (1Co 10.11). Por supuesto, todavía esperan el futuro advenimiento apocalíptico del Reino: el cumplimiento de la esperanza veterotestamentaria que se ha realizado en la persona y obra de Jesucristo es “un cumplimiento sin consumación”. Pero los eventos escatológicos decisivos ya han sucedido y, consecuentemente, es necesario que el Mesías “reine (basileuein) hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1Co 15.25). El “todavía no” de la escatología futurista está subordinado al “ya” de la escatología realizada. 

El evangelio es esencialmente las buenas nuevas de que “cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo” (Gá 4.4), en quien y por medio de quien se cumplió la esperanza del Antiguo Testamento. ¡No podemos echar por la borda esta nota de cumplimiento escatológico sin ser infieles al evangelio!

III. Un mensaje cristológico 


La sección anterior ha demostrado ya que el evangelio tiene su centro en Jesucristo. En resumidas cuentas, él mismo —su persona y su obra— es el evangelio. El Nuevo testamento pone en alto relieve esta identificación refiriéndose a veces a Cristo (Hch 5.42, 8.5, 9.20 [cf. 22], 19.13; 1Co 1.23; 2Co 2.12, 4.5, 9.13, 10.14, 11.4; Fil 1.15), a veces al evangelio (Hch 8.35, 11.20, 14.7, 16.10, 17.18; Ro 15.20; 1Co 1.17; 2Co 2.12; Gá 1.8, 11, 2.2; Ef 3.8; 1Ts 2.9; 1P 1.12),10 como el tema central de la predicación apostólica. 

La clave para la comprensión del evangelio de Jesús está en el significado dinámico de reino (basilea). El Reino que él pro- clama es el poder de Dios en acción en la historia por medio de su persona y ministerio. Antes del fin de la era presente, Dios muestra claramente que predicar el evangelio (vv. 8, 11) es lo mismo que predicar a Cristo (v. 16) o predicar “la fe” (v. 23). Misión Integral 140 ha irrumpido en la historia para realizar su propósito redentor, y esto lo ha hecho en Jesucristo. Cuando él anuncia que “el reino de Dios está cerca”, no quiere decir que el fin del mundo está a la vista, sino más bien que en su propia misión Dios está visitando a su pueblo, cumpliendo así la esperanza profética. Él es (para usar la apta descripción de Orígenes) el autobasilea11 (el reino en sí mismo) por medio del cual Dios está en acción. Consecuentemente, sacrificarse por causa de él es equivalente a sacrificarse por el Reino de Dios.

A la vez, se debe tomar en cuenta la flexibilidad que caracterizó a la presentación del evangelio en la iglesia del primer siglo. Michael Green está en lo correcto al señalar que el desacuerdo entre los estudiosos del Nuevo Testamento en cuanto a los puntos que incluía la predicación apostólica es ya de por sí una advertencia contra todo intento de reducir el mensaje a una forma fija. Al evangelio se lo puede describir como “las buenas nuevas de la paz por medio de Jesucristo” (Hch 10.36), “el testimonio de Dios” (1Co 2.1), “la palabra” o “la ley perfecta que da libertad” (Stg 1.21-23), “la palabra del Señor” (Hch 6.7, 12.24, 15.35. 19. 10; 1Ts 1.8; 2Ts 3.1), “la palabra de la cruz” (1Co 1.18), “la palabra de Dios” (Hch 4.31, 6.2, 8.14, 11.1, 13.44, 13.46; Ro 10.17; 1Co 14.36; 2Co 2.17; Ef 6.17; Col 1.25; 1Ts 2.13; 2Ti 2.9; He 4.12, 6.5, 13.7; 1P 1.23, cf. 25), “la palabra de verdad” (Stg 1.18; Ef 1.13), “la palabra de vida” ( Fil 2.16), “el testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hch 4.33; cf. 17.18; 2Ti 2.8), “el evangelio de Dios” (Ro 1.1; 2Co. 11.7; cf. 1Ti 1.11), “el evangelio del reino” (Mt 24.14; cf. Lc 8.1), “el evangelio de Cristo” (Ro 15.19, cf. 1.3; 1Co 9.12; cf. Ef 3.8), “el evangelio de la gracia"  (Hch 20.24), “el evangelio de la salvación” (Ef 1.13). La variedad de descripciones muestra el carácter multiforme del evangelio, pero también refleja el esfuerzo que los primeros heraldos de las buenas nuevas hacían para adaptar su presentación del mensaje a la situación de sus oyentes. Por detrás de todas las descripciones y dándoles unidad, sin embargo, está la figura de Jesús como el Mesías venido de Dios en el clímax de la historia de la salvación, a fin de cumplir las promesas del Antiguo Testamento. Muerto vergonzosamente en la cruz, fue levantado por Dios de entre los muertos y exaltado como Señor de toda la creación y de la totalidad de la vida. Desde su posición de exaltación ha enviado al Espíritu y está derramando sobre su iglesia los dones y bendiciones de la nueva era. Al final de la historia él volverá para completar su obra. Cualesquiera que, en arrepentimiento y fe, lo invoquen como Señor participarán en la vida de la resurrección y serán colaboradores de él en su misión al mundo. 

Los eventos centrales por medio de los cuales se cumple el propósito redentor de Dios son la vida, la muerte, la resurrección y la exaltación de Jesucristo. Tales eventos fueron anunciados en las Escrituras (cf. Mt 26.54, 56; Jn 19.28, 20.9), en las predicciones mesiánicas en general (cf. Lc 24.25-27, 44-45; Hch 13.27-29, 17.2-3, 18.28, 26.22-23, 28.23; Ro 1.2-4), y en ciertas profecías en particular. El énfasis que el Nuevo testamento pone en ellos sólo puede explicarse sobre la base de la enseñanza del propio Jesús de que su mesiazgo se cumple en términos del Siervo Sufriente de Jehová (‘ebed Yahweh). La identificación del Mesías con el Siervo Sufriente se hace obvia en las referencias por parte de Jesús a la glorificación del Hijo del Hombre (una figura mesiánica derivada de Daniel 7) en el contexto de su sufrimiento y muerte (Mr 8.31 y paralelos, 9.12 y paralelos, 9.31, 10.32-34 y paralelos, 10.45). Como H. N. Ridderbos dice, “esta misteriosa dualidad de ser Señor y siervo, de la necesidad de sufrir y, sin embargo, poseer poder divino, es el elemento más esencial en la descripción que todos los cuatro evangelios hacen de la vida terrenal de Jesús”. Jesús vio que el poder y la autoridad que le pertenecían porque era el Hijo del Hombre mencionado en Daniel 7, sólo los recibiría por medio de su humillación como el Siervo de Jehová de Isaías 53. Y esta “misteriosa dualidad” se constituyó en la base de la proclamación apostólica de Jesús como el “Santo y Justo” (Hch 3.14, cf. 7.52), el “autor de la vida” (Hch 3.15), el “santo siervo Jesús” (Hch. 4.27, cf. 8.32ss.), quien, habiendo muerto “por (yper) nuestros pecados” (1Co 15.3)  habiendo sido levantado de entre los muertos, ha sido exaltado como el Kyrios de todo el universo (Hch 2.36, 10.36, 11.20). En las palabras de Pablo, Jesús “se humilló a sí mismo y se hizo obe- diente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre” (Fil 2.8, 9). El corazón del evangelio es Jesucristo: Aquél que, incluso como el Señor exaltado, sigue siendo un “Mesías crucifi- cado” y, como tal, “el poder de Dios y la sabiduría de Dios” (1Co 1.23, 24, cf. 2.2).17 

IV. Un mensaje soteriológico 

Los Evangelios presentan a Jesús como el Mesías que en- carna el cumplimiento de la esperanza veterotestamentaria. El énfasis de su ministerio no es la creación de una nueva religión o la enseñanza de un sistema filosófico, sino la proclamación de la buena noticia relativa a un evento: la llegada de la nueva era, el comienzo del Jubileo, el advenimiento del Reino de Dios. Su anuncio es que Dios está actuando en la historia para cumplir su propósito por medio de la persona y obra de su Hijo. 

Como el Mesías, sin embargo, Jesús no cumple las promesas de Dios en términos de la victoria política y nacional de Israel. La suya es una victoria de dimensiones universales. Su exorcismo de demonios es una señal de que, en anticipación a la destrucción final de Satanás y sus huestes en el fuego eterno (cf. Mt 25.41), Dios ha invadido la esfera de acción de Satanás, como quien entra en la casa del hombre fuerte y lo ata antes de saquear sus bienes (cf. Mt 12.29). Sus milagros de sanidad son señales que apuntan a la venida del Fin,  cuando la muerte será sorbida por la inmortalidad. Como el Hijo del Hombre que trae consigo el Reino de Dios, tiene poder para perdonar pecados (cf. Mr 2.10; Lc 7.48). Su mensaje revela a Dios, quien ha tomado la iniciativa en la búsqueda de los perdidos a fin de colocarlos bajo su gobierno (cf. Mr 2.15-17; Lc 15), en una nueva relación en la cual Dios es reconocido como Padre (cf. Mt. 6.32-33; Lc. 12.30).El Reino que Jesús trae consigo es un reino de salvación donde tanto los hombres como las mujeres y tanto los judíos como los gentiles pueden, por igual, disfrutar por adelantado de las bendiciones de la era mesiánica; un reino en el cual pueden comenzar a vivir aquí y ahora (cf. Mt 11.11, 21.31, 23.13; Mr 12.34; Lc 16.16). Su evangelio es buenas nuevas relativas a un nuevo orden soteriológico, un orden que ha interrumpido en la historia por medio de su propia persona y ministerio, un orden en el cual se cumple (de manera inesperada por los judíos de su tiempo) la esperanza del Antiguo Testamento. El contenido del evangelio ya había sido preanunciado por los profetas: lo nuevo es que ahora Dios mismo anuncia ese mensaje como un “buenas nuevas de la paz” (Shalom) por medio de Jesucristo” (Hch 10.36). Shalom indica un nuevo orden creado por el Ungido de Dios. ¡Ha llegado el Jubileo, “el año agradable del Señor”, y su proclamación de por sí es una señal de que ha comenzado la nueva era! (cf. Lc 4.18-19,21). 

Sobre la base de Efesios 2 es claro que para el apóstol Pablo la Shalom mesiánica introducida por Jesucristo no sólo incluye una nueva relación con Dios sino también una nueva relación entre cada persona y su prójimo. Shalom no es un don que él otorga aparte de sí mismo: él mismo es Shalom (Ef 2.14), y por medio de su muerte ha puesto fin a toda enemistad entre los seres humanos. En cumplimiento de Isaías 52.7, ha venido y ha anunciado “las buenas nuevas de Shalom”. En cumplimiento de Isaías 57.19, su proclamación de Shalom es a los que “estaban lejos” y a los que “estaban cerca”, a los judíos y a los gentiles (v. 17). Ha creado así una nueva humanidad (el kainos antropos, el nuevo hombre corporativo, v. 15), marcada por la unidad en él y un común “acceso al Padre por un mismo Espíritu” (v. 18). La proclamación de las buenas nuevas de Shalom por medio de Jesucristo da como resultado una comunidad que encarna las bendiciones de la nueva era: la iglesia. 

Es muy significativo que en Romanos 10.15 Pablo aplique a los mensajeros apostólicos (en plural) la misma referencia al heraldo de las buenas nuevas (Is 52.7) que en Efesios 2.17 y Hechos 10.36 se aplica a Jesucristo (en singular). Ahora que Jesús ha sido exaltado como Señor, él derrama las bendiciones de la nueva era sobre todos los que invocan su nombre. La salvación en él es asequible para todos los seres humanos. Pero ¿cómo invocarán su nombre sin haber creído, y cómo creerán sin haber oído, y cómo oirán sin haber quien les predique, y cómo puede el mensajero predicar sin haber sido enviado? Dios provee la respuesta en mensajeros cuya misión se modela en la de Jesucristo, el que vino anunciando las buenas nuevas de Shalom. “Así está escrito: ‘¡Qué hermoso es recibir al mensajero que trae buenas nuevas!’

La misión apostólica se deriva de Jesucristo. Él es el contenido a la vez que el modelo y la meta de la proclamación del evangelio. Por eso la tarea apostólica envuelve una preocupación por la total restauración del ser humano según la imagen de Dios. Desde la perspectiva del Nuevo Testamento, la salvación (sōtéria) que el evangelio trae es liberación de todo cuanto interfiere con el cumplimiento del propósito de Dios para la vida humana. 

  1. Salvación es liberación de las consecuencias del pecado, sean éstas descritas como condenación (Jn 3.17; Mr 16.16; cf. 1Co 3.15), juicio (Jn 12.47; Ro 5.21), perdición (Mt 16.25, Mr 8.35; Lc 9.24, 19.10; 1Co 1.18; 2Co 2.15; 2Ts. 2.10), muerte (Ro 1.32, 6.23; 2Co 7.10; Stg 5.20), o ira (Ro 2.5, 5.9; Ef 2.3). Visto en relación con la situación del ser humano delante del Dios justo, el evangelio es la proclamación de que, por medio de la fe en Cristo, los seres humanos son “justificados”, absueltos, decla- rados sin culpa (Ro 3.20, 24, 4.5, 5.9; Gá 2.16, 3.11; Tit 3.7),20 “reconciliados” con Dios, y dejan de estar en enemistad con él (Ro 5.10ss.; 2Co 5.18ss.; Col 1.19-22); son “perdonados” (Hch 2.38, 10.43). Este es el sentido de la salvación como un hecho cumplido (Ro 8.24; Ef 2.5, 8), un hecho representado elocuen- temente en el bautismo. 
  2. Salvación es liberación del poder del pecado. Quienes reconocen a Jesucristo como Señor son trasladados por Dios “del do- minio de la oscuridad… al reino de su amado Hijo” (Col 1.13). Reciben nueva vida “en Cristo” (Ro 5.17, 21, 6.23, 8.2; Col 3.3- 4; Fil 1.21; 1Ts 5.10), y ésta involucra: 
    • Pertenencia al pueblo de Dios, cuyo origen se remonta a Abraham (cf. Ro 4.16; Gá 3.27-29). En vista de todo lo que el Nuevo Testamento dice respecto a la conexión que hay entre la salvación y la iglesia, no exagera Michael Green cuando afirma que “la iglesia es, en un sentido muy real, parte del evangelio”. La iglesia no es el Reino de Dios, pero es el sector de la humanidad donde se experimentan las bendiciones de la nueva era, incluida la salvación de los poderes de destrucción. 
    • Transformación moral. El rompimiento con todo lo malo y la adhesión a todo lo bueno son inherentes al compromiso con Jesucristo. Los cristianos han sido sepultados con él en su muerte y resucitados con él a fin de llevar un nuevo estilo de vida (cf. Ro 6.4). Han muerto con Cristo y por lo tanto tienen que dejar toda mala conducta; han resucitado con Cristo y ahora tienen que “vestirse” de un carácter como el de Cristo (cf. Col 3.5-14; Ef 4.17ss.). Cristo, el Nuevo Hombre, es el modelo de la nueva vida.El evangelio es “poder de Dios para salvación” (Ro 1.16) no sólo porque libera al ser humano de la culpa del pecado, sino porque produce en él el fruto de la fe, la esperanza y el amor que se manifiesta en su estilo de vida (cf. Col 1.6). En contraste con la separación entre la religión y la ética que caracterizaban a la mayoría de las religiones antiguas, el Nuevo Testamento no deja lugar para una fe que no se exprese en la conducta práctica. “La fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Stg 2.17). El evangelio no sólo es doctrina que se cree sino también un estilo de vida que se adopta en obediencia a la voluntad de Dios (cf. 1P 4.17-18; cf. Ro 2.8; Gál 3.1, 5.7; 2Co 9.13; 1P 1.22). En efecto, la genuinidad de la fe se mide por la obediencia. Las buenas obras como expresión del amor no son un apéndice de la salvación, de valor secundario, sino parte esencial de la nueva creación realizada en Cristo Jesús (Ef 2.10; cf. Tit 2.14). 
    • El don del Espíritu Santo. Si el evangelio no llega a quienes lo escuchan como una palabra vacía sino “en poder”, esto se debe a la presencia del Espíritu Santo en la proclamación del evangelio (cf. 1Ts 1.5; cf. 1Co 2.4-5; 1P 1.12). El Espíritu es quien comunica vida eterna —la vida de la nueva era— (cf. Jn 3.5-8), con todas sus virtudes éticas que la caracterizan: “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gá 5.22). Dado en cumplimiento de antiguas promesas (cf. Hch 1.4, 2.33; cf. Jl 2.28), se lo denomina “el Espíritu Santo prometido” (Ef 1.13; cf.4.30) porque Dios lo ha constituido en sello que garantiza que sus propósitos de redención se cumplirán plenamente (cf. Ef 1.14; cf. 1Co 2.9; 1P 1.4). Su presencia apunta al futuro, pero es un elemento esencial de la vida cristiana aquí y ahora: “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Ro 8.9; cf. 8.14). Como el perdón, del cual es inseparable, se lo recibe por el oír con fe (Gá 3.2, 5; cf. Lc 11.13). La salvación que el evangelio proclama no se limita a la liberación de las consecuencias del pecado: incluye también la liberación del dominio del pecado a fin de que el discípulo de Cristo lleve una vida recta por el poder del Espíritu. El Reino de Dios, cuyos recursos han sido colocados a disposición del hombre por medio de Jesucristo, toma forma en el presente en términos de la práctica de la justicia (dikaiosune), la armonía con los demás (eirenē) y el gozo (cara) en el Espíritu Santo (cf. Ro 14.17).23 La salvación que el evangelio proclama implica una participación actual en las bendiciones de la era mesiánica que han sido traídas desde el fin de la línea del tiempo por el Agente de la “escatología en proceso de realización”, es decir, por el Espíritu de Dios. Así concebida la salvación es un proceso que comienza con ese acto en el cual los creyentes reciben el Espíritu como una marca de propiedad, un “sello” (sufragis) y avanza hacia la plena redención de la posesión de Dios —su creación— en la era venidera (cf. Ef 1.13-14; cf. 2Co 1.22). 

Y en tercer  lugar, la restauración del ser humano como imagen de Dios, hecho para la comunión con su Creador, la vida en comunidad y el gobierno de la creación. En toda su plenitud, es algo que se realizará en el futuro, cuando “la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Ro. 8.21). El Nuevo Testamento es unánime en su expresión de la esperanza de la victoria final de Dios en Cristo Jesús. Por cierto, nunca cae en la obsesión por la escatología futurista. Sin embargo, provee una firme base para la seguridad de que el propósito redentor de Dios tendrá su realización cabal en “el día de Cristo Jesús” (Fil 1.6), “el día de la ira, cuando Dios revelará su justo juicio… [y] pagará a cada uno según lo que merezcan sus obras… vida eterna a los que, perseverando en las buenas obras, buscan gloria, honor e inmor- talidad. Pero a los que por egoísmo rechazan la verdad para afe- rrarse a la maldad, recibirán el gran castigo de Dios” (Ro 2.5-8; cf. v. 16). La consumación de la redención, así como del reverso de la misma —el juicio—, es un elemento esencial del evangelio. Y la esperanza que le llega al ser humano por medio de la proclamación del evangelio es un poderoso incentivo a la fe en Dios y el amor a los demás aquí y ahora (cf. Col 1.4-5). Espera “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21.1; cf. 2P 3.13), espera el reconocimiento universal de Jesucristo como Señor (Fil 2.10- 11; cf. Ef 1.10), espera la transformación del “cuerpo miserable” en un cuerpo similar al cuerpo glorioso —el cuerpo de la resurrección— de Cristo (Fil 3.21; cf. Ro 8.23; 1Co 15.35-50). A la vez, proyecta y discierne de significado escatológico las acciones éticas realizadas en el presente. 

La salvación como justificación puede distinguirse de la salvación como santificación y la salvación como glorificación. Esta distinción refleja la presentación que el Nuevo Testamento hace de la salvación como un hecho cumplido en el pasado (cf. Ef 2.5; Ro 8.24; Tit 3.5), como un proceso presente (cf. 1Co 1.18; 2Co 2.15) y como un evento futuro (cf. Ro 5.9; 1P 1.5). Los tres tiempos de la salvación, sin embargo, forman un todo orgánico: pueden distinguirse pero no separarse. La salvación que el evangelio proclama no se limita a la reconciliación del individuo con Dios: abarca la reconstrucción total de la persona en todas las dimensiones de su ser; tiene que ver con la recuperación del ser humano en su integridad al propósito original de Dios para su creación. 

V. Un llamado al arrepentimiento y la fe 

El evangelio contiene, finalmente, un llamado que corre a lo largo de todo el Nuevo Testamento: el llamado al arrepenti- miento y la fe. Para que nuestra evangelización sea fiel al evan- gelio, también tiene que incluir esa nota. Como James Packer ha señalado: “La evangelización incluye el intento de lograr una respuesta a la verdad que se enseña. Es comunicación con miras a la conversión. No es sólo cuestión de informar, sino también de invitar”.Sin esa invitación la presentación del evangelio no es completa: la invitación pone en relieve que, para ser efectivo, el evangelio requiere una respuesta positiva. 

Los Evangelios sinópticos unánimemente sintetizan el mensaje de Juan el Bautista como un mensaje de “bautismo de arrepentimiento para el perdón de pecados” (Mr 1.4; Lc 3.3; cf. Mt 3.6, 11), y Mateo y Marcos indican que Jesús llamaba a sus oyentes a arrepentirse ya que se les estaba ofreciendo el Reino de Dios como un don presente, puesto a disposición de todos en anticipación del fin del tiempo (cf. Mr 1.15; Mt 4.17). Según la versión de la Gran Comisión contenida en Lucas, el mensaje que el Señor encargó a sus discípulos para que éstos lo proclamaran en todas las naciones fue “el arrepentimiento y el perdón de pecados” en su nombre (Lc 24.47). El día de Pentecostés Pedro fue fiel a ese cometido cuando exhortó a sus oyentes: “Arrepiéntanse y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados” (Hch 2.38; cf. 3.19). También lo fue Pablo cuando en el Aerópago anunció que Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de la ignorancia, “ahora manda a todos, en todas partes, que se arrepientan” (Hch 17.30) o cuando, según su propio testimonio a los ancianos de la iglesia de Efeso, enseñaba a judíos y gentiles “acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hch 20.21, RV). En efecto, la afirmación de Pablo frente al rey Agripa, de que él había anunciado a judíos y gentiles “que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, y que demostraran su arrepentimiento con sus buenas obras” (Hch 26.20), muestra que el arrepentimiento era una constante del mensaje de Pablo. Y muestra también que el arrepentimiento que buscaba era la reorientación total de la vida: el rompimiento con el pecado y la adopción de un nuevo estilo de vida; en otras palabras, un arrepentimiento puesto en evidencia por obras (erga) específicas. 

El arrepentimiento es inseparable de la fe. No hay base para la tesis, sustentada por algunos, según la cual el llamado al arrepentimiento fue dirigido a los judíos, y está en conexión con la antigua dispensación (la de “salvación por las obras”), mientras que el requisito para los gentiles, bajo la nueva dispensación (la de “salvación por la gracia”) se limita a creer. En apoyo de esa posición se ha dicho que Pablo, el apóstol de los gentiles, casi nunca usa la palabra arrepentimiento (metanoia) en sus epístolas. Aquí no cabe una discusión completa del tema. Basten unas pocas observaciones: 

  1. A la luz de la insistencia del Nuevo Testamento sobre la unidad de la historia de la salvación, no es posible mantener una distinción rígida entre la antigua dispensación y la nueva. Ya con Abraham se muestra que la fe es el principio básico que determina la relación del ser humano con Dios (cf. Ro 4; Gá 3). En efecto, Abraham es el padre de todos los que tienen fe (cf. Ro 4.11, 16). 
  2. Como ha quedado establecido arriba, el arrepentimiento es uno de los elementos constitutivos del mensaje que los discípulos de Jesús, según su comisión, debían predicar en todas las naciones (cf. Lc 24:46-47). La historia de la expansión de la fe cristiana no deja duda de que los apóstoles (incluido Pablo) fueron fieles a esa comisión. 
  3. El Nuevo Testamento en su totalidad muestra que tanto la renuncia al pecado como la obediencia a la verdad son inherentes a la salvación. En contraste con “la tristeza del mundo” —la tristeza derivada de la falta de voluntad de alejarse del pecado—, que produce la muerte, la “tristeza que proviene de Dios produce el arrepentimiento que lleva a la salvación” (2Co 7.10). Como lo expresa Leon Morris: “El pecador arrepentido no sólo se entristece por su pecado, sino que por la gracia de Dios hace algo al respecto: rompe definitivamente con él”.26 Donde no hay un arrepentimiento concreto tampoco hay fe genuina y, consecuentemente, tampoco hay salvación. El asentimiento intelectual a la soberanía de Jesucristo es insuficiente para participar de las bendiciones del Reino que están a disposición de todos por medio de él. Lo dijo Jesús: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7.21). 
  4. La genuinidad tanto del arrepentimiento como de la fe se manifiesta en sus frutos: las buenas obras. Y sin embargo, no  cabe la menor duda de que la salvación es por la gracia, el amor inmerecido de Dios. Aparte de la intervención divina el evangelio permanece “encubierto” y no puede ser percibido por el ser humano en su estado natural (cf. 2Co 4.3; cf. 1Co 2.14). El arrepentimiento es un mandamiento (Hch 17.30), pero sólo es posible cuando Dios lo otorga (Hch 11.18). Es su benignidad la que conduce al arrepentimiento (Ro 2.4). Si no fuese por la gracia de Dios, de hecho el ser humano preferiría evadir la incómoda experiencia de romper con el pecado a fin de adoptar un nuevo estilo de vida. Lo que hace posible que responda en arrepentimiento y fe es la entrega que Dios hace de sí mismo en Jesucristo. El evangelio es “el poder de Dios para salvación de todos los que creen” (Ro 1.16), pero es el mismo evangelio el que crea en el ser humano la capacidad de creer. 

El evangelio es el don de Dios y como tal demanda “la obe- diencia a la fe” (Ro 1.5; cf. 16:26, RV). Como afirma P. T. Forsyth: “Dios es para nosotros, para ayudarnos, salvarnos y bendecirnos sólo para que nosotros seamos para Él, para adorarlo en la comunión del Espíritu y para servirlo en la majestad de su propósito para siempre. Primero lo glorificamos a Él, luego disfrutamos de Él para siempre.

Nota: Este ensayo “¿Qué es el Evangelio?”, escrito por el Dr. René Padilla, fue presentado originalmente en agosto de 1975, en la IX Asamblea General de la Comunidad Internacional de Estudiantes Evangélicos, el movimiento estudiantil en el cual por dos décadas fue articulando, su posición respecto a la misión cristiana como misión integral. Se publicó anticipadamente en The Gospel To- day (IFES, Londres, 1975), y en español por Editorial Certeza, el El Evangelio hoy, (Buenos Aires, 1975). Posteriormente, en Misión Integral, ensayos sobre el Reino de Dios y la Iglesia, de Editorial Kairos
¿Que es el evangelio?, por René Padilla ¿Que es el evangelio?, por René Padilla Revisado por el equipo de Nexo Cristiano on junio 05, 2024 Rating: 5
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