Mosquito, no mortifiques!, por Elizabeth Baker
En este mundo actual, siempre tenso, hay muchas cosas que nos
fastidian. Gente agresiva que pasa por delante de nosotros en los
semáforos, citas a las que tenemos que acudir, comidas que planear,
niños irritables, el círculo interminable de las tareas domésticas.
Hasta los ruidos de la casa pueden sacamos de quicio: la televisión
está muy alta, la lavadora traquetea, los niños gritan, el teléfono
suena. Con razón pegamos un salto al oír el chirrido de la secadora
que señala que la ropa ya está lista para sacarla.
En nuestros días parece como si las enseñanzas de la Biblia
estuvieran demasiado distantes y no resultaran muy prácticas. El
vivir en tiendas de campaña y viajar en carretas o burros por los
caminos polvorientos suena a la buena vida de tiempos ya lejanos,
cuando no había prisas y la civilización no se veía amenazada cada
vez que se dan las noticias. Está muy bien que Dios nos diga que
seamos afables y apacibles (1 Pedro 3:4), que meditemos en su
Palabra (Josué 1:8), que tengamos paz y seamos pacientes (1
Tesalonicenses 5:13-14). Admitimos que debiéramos tomar en serio
todas estas cosas. Pero nuestro problema no está en el "deber" sino
en el "cómo".
Las palabras se ponen de moda como sucede con la ropa y con los peinados, y cada nueva generación inventa su propio modo de hablar, para confusión de los que pasan de los 30 años. Lo que la abuela llamaba antes "pesado" la nueva generación lo llama ahora "pujo", y quién sabe lo que será dentro de poco. Aunque me despedí de la frase "hoyo de neumonía" con los restos destrozados de mi ramillete de novia y volví a llamar al objeto "ventana", aún me quedan unas cuantas de mis lindas frases de mocita que me vienen a la mente. Una de ellas es "¡Mosquito, no mortifiques!", que usábamos con alguien que se ponía molesto o insoportable. "Chinche", le decíamos también. La frase pertenece a una coplita que solía cantar mi padre a veces, y que decía:
Cierto, pocas cosas hay en la naturaleza tan molestas como algunos insectos. Algunos, más que molestos, son verdaderamente dañinos. Ayer, por ejemplo, Bill encontró muerto a uno de nuestros toros. El poderoso animal había sido víctima de la infección causada por la picadura de un insecto. A partir de la primavera, durante todo el resto del año, las hormigas, las cucarachas, y las avispas constituyen una compañía insufrible. He llegado a ver moscas hasta en el árbol de Navidad. Pero el insecto más corriente en estos alrededores es la garrapata.
Para aquellos que no están familiarizados con la vida del campo, déjenme explicarles algo acerca de estos fascinantes bichos. Su tamaño va desde las que son apenas visibles hasta las que se prenden a las vacas y alcanzan un centímetro de largo cuando están llenas de sangre.
Una garrapata se cuela por entre la hierba o se esconde bajo la corteza de un árbol esperando pacientemente a que se le acerque un pie, una pata, o una pezuña para agarrarse. Se monta sobre su desprevenido anfitrión y trepa por la pata hasta encontrar un lugar cómodo y de piel blanda donde fijarse; frecuentemente dentro de la oreja. Una vez hecho esto, procede con deleite a chupar la sangre de su víctima. La garrapata permanecerá en esa posición durante varios días, o hasta que se ponga tan gorda que parezca una bola con patas. Entonces, ya satisfecha, se dejará caer, permitiendo que una hermana hambrienta ocupe su lugar.
Las fincas ganaderas vienen con una generosa provisión de garrapatas. Se prenden a los niños y a los perros, y se dan "banquete" con los adultos así como con las vacas. Una vez que uno de estos insectos se adueña de alguien, no se suelta así como así. Para quitarse una garrapata es necesario usar unas pinzas. Durante el verano una de mis últimas tareas es quitárselas a los niños. En más de una ocasión, después de un tórrido día junto a las vacas, mi esposo ha dicho al entrar por la puerta de atrás: "Kathy, ¿dónde están las pinzas?" La picadura de este insecto dura más que la de un mosquito; decir que son una lata, sería el colmo de la moderación. Tú no sabes lo que es la vida hasta que, sentada en la iglesia, sientas de repente que una garrapata te camina debajo de la faja.
Existen tres modos de enfrentarse a una garrapata:
Las palabras se ponen de moda como sucede con la ropa y con los peinados, y cada nueva generación inventa su propio modo de hablar, para confusión de los que pasan de los 30 años. Lo que la abuela llamaba antes "pesado" la nueva generación lo llama ahora "pujo", y quién sabe lo que será dentro de poco. Aunque me despedí de la frase "hoyo de neumonía" con los restos destrozados de mi ramillete de novia y volví a llamar al objeto "ventana", aún me quedan unas cuantas de mis lindas frases de mocita que me vienen a la mente. Una de ellas es "¡Mosquito, no mortifiques!", que usábamos con alguien que se ponía molesto o insoportable. "Chinche", le decíamos también. La frase pertenece a una coplita que solía cantar mi padre a veces, y que decía:
Mosquito, no mortifiques
con tu cantar incesante;
o pícame y no me cantes,
o cántame y no me piques;
Cierto, pocas cosas hay en la naturaleza tan molestas como algunos insectos. Algunos, más que molestos, son verdaderamente dañinos. Ayer, por ejemplo, Bill encontró muerto a uno de nuestros toros. El poderoso animal había sido víctima de la infección causada por la picadura de un insecto. A partir de la primavera, durante todo el resto del año, las hormigas, las cucarachas, y las avispas constituyen una compañía insufrible. He llegado a ver moscas hasta en el árbol de Navidad. Pero el insecto más corriente en estos alrededores es la garrapata.
Para aquellos que no están familiarizados con la vida del campo, déjenme explicarles algo acerca de estos fascinantes bichos. Su tamaño va desde las que son apenas visibles hasta las que se prenden a las vacas y alcanzan un centímetro de largo cuando están llenas de sangre.
Una garrapata se cuela por entre la hierba o se esconde bajo la corteza de un árbol esperando pacientemente a que se le acerque un pie, una pata, o una pezuña para agarrarse. Se monta sobre su desprevenido anfitrión y trepa por la pata hasta encontrar un lugar cómodo y de piel blanda donde fijarse; frecuentemente dentro de la oreja. Una vez hecho esto, procede con deleite a chupar la sangre de su víctima. La garrapata permanecerá en esa posición durante varios días, o hasta que se ponga tan gorda que parezca una bola con patas. Entonces, ya satisfecha, se dejará caer, permitiendo que una hermana hambrienta ocupe su lugar.
Las fincas ganaderas vienen con una generosa provisión de garrapatas. Se prenden a los niños y a los perros, y se dan "banquete" con los adultos así como con las vacas. Una vez que uno de estos insectos se adueña de alguien, no se suelta así como así. Para quitarse una garrapata es necesario usar unas pinzas. Durante el verano una de mis últimas tareas es quitárselas a los niños. En más de una ocasión, después de un tórrido día junto a las vacas, mi esposo ha dicho al entrar por la puerta de atrás: "Kathy, ¿dónde están las pinzas?" La picadura de este insecto dura más que la de un mosquito; decir que son una lata, sería el colmo de la moderación. Tú no sabes lo que es la vida hasta que, sentada en la iglesia, sientas de repente que una garrapata te camina debajo de la faja.
Existen tres modos de enfrentarse a una garrapata:
- Hacer como si no estuviera allí.
- Admitir que está ahí y quejarse.
- Librarse de ella arrancándola y tirándola.
Por extraño que parezca, estos son los tres métodos básicos que la
gente utiliza cuando se sienten irritados por motivos espirituales.
- Hacer como si no estuviera. Las personas que así proceden sufren en silencio y padecen de úlceras. Se han propuesto vivir como Cristo aunque les vaya la vida, y eso es casi lo que les sucede. Guardan silencio cuando tienen ganas de gritar, haciendo lo imposible por no permitir que salga a flote la batalla que se ha desencadenado en su interior. Hasta que por fin explotan en un ataque de ira por haberse tenido lástima a sí mismos, o incluso caen con una dolencia física.
- Admitir que está ahí y quejarse. Lo primero que se debe hacer para librarse de un problema es admitir que existe y que tiene un nombre. ¿Cuál es tu problema?, ¿tu suegra?, ¿el trabajo de la casa?, ¿un marido que no sabe decir "te amo"?, ¿los niños?, ¿el pensar que nadie te necesita? Alguien ha dicho o que un problema bien expresado está casi solucionado, y yo estoy de acuerdo. No podemos plantearle un problema a Jesús a menos que empecemos por admitir que el problema existe.
Si sentimos en lo hondo un problema serio pero no sabemos
exactamente en qué consiste, si estamos preocupados y deprimidos
y sentimos que cada día que pasa es como una cadena que atara
nuestras piernas peto no podemos expresar en palabras por qué nos
sentimos así, tenemos consuelo y aliento en la Palabra de Dios: "Y de
igual manera el Espíritu o nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos
de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede
por nosotros con gemidos indecibles" (Romanos 8:26). "Y si alguno de
vosotros tiene falta de sabiduría; pídala a Dios, el cual da a todos
abundantemente y sin reproche, y le será dada" (Santiago 1:5). La oración
te puede ayudar a resolver toda clase de problemas, pero lo que es
quizás más importante, te puede dar la sabiduría necesaria para
saber discernir.
Pero el admitir y reconocer lo que nos produce malestar es sólo una parte de la solución; si nos quedamos ahí, el malestar no desaparecerá. El saber la causa no elimina el problema, y el cargar nuestra irritación sobre los demás sólo consigue multiplicarlo. El único método efectivo para eliminar la garrapata es el tercero: Librarse de ella arrancándola y tirándola. Antes de esperar que el Señor nos libre de algo que nos causa irritación, es preciso que le permitamos hacerlo. Es muy fácil decir: "¡Lo que yo daría con tal de que el Señor me librara de esta cosa!" Pero, ¿somos sinceros? La irritación es prima hermana de la lástima que podemos sentir hacia nosotros mismos, y esta resulta tan deliciosa a la egocéntrica naturaleza adámica como un pastel a la persona que está a dieta. Si nos hallamos en una situación que nos saca de quicio, podemos ir a un amigo y quejarnos: "Fíjate lo que tengo que aguantar". "Mira lo mal que me trata fulanito de tal". Cuando el amigo se compadece de nosotros y nos dice que somos muy valientes, la naturaleza adámica se relame de gusto.
Una situación desagradable nos facilita una excusa conveniente para actuar de manera poco cristiana. "Ya sé que no debiera haberle gritado a los niños, pero es que su padre me puso tan furiosa anoche..." O, "Si tienes en cuenta que mi suegra vive en la casa de al lado, comprenderás fácilmente el por qué tengo que tomar sedantes".
Cuando experimentamos la salvación o el nuevo nacimiento, pusimos a los pies de Jesús nuestros pecados presentes y nuestro futuro en el más allá confiando. En que él haría lo que había dicho que haría: perdonar nuestros pecados y darnos vida con él en los cielos (1 Juan 1:9; Juan 3:16).
Cuando hicimos esto, el Espíritu de Dios vino a morar en nosotros (Romanos 8:9). Del mismo modo que dos personas pueden vivir en la misma casa, dos espíritus pueden vivir en un mismo cuerpo. La vida cristiana consiste en aprender que el Espíritu es el que ha de gobernarnos, y permitirle que nos controle, aunque empiece por un solo aspecto de la personalidad.
El soltar mentalmente cosas, problemas, y personas es un arte que tarda tiempo en desarrollarse en la vida de muchos cristianos. Pero es un arte precioso que vale la pena cultivar. Cuando llegamos a dominarlo, podemos decir con el apóstol Pablo: "...he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación" (Filipenses 4:11).
El caso del viejo sofá
Una de las más arduas batallas que sostuve cuando comenzaba a crecer en la fe fue el entregarle a Jesús el sofá que tenía en la sala de estar. ¡Qué rabia le tenía al dichoso sofá! ¡De qué humor de perros me ponía! Era el símbolo perpetuo de toda mi pobreza. Cuando Bill y yo contrajimos matrimonio y nos fuimos a vivir al oeste de Texas, teníamos muchas necesidades y muy poco dinero. Una de las cosas que necesitábamos eran muebles, así que fuimos a un pueblo cerca de la base aérea que hacía un gran negocio vendiéndoles a los recién casados. Sus precios eran baratísimos, pero la calidad, en la mayoría de los casos; dejaba mucho que desear. A fin de no sobrepasar nuestras posibilidades económicas, no me quedó más remedio que cargar con el sofá más barato que tenían. Era de un marrón desvaído de material de aspillera, y nada más de verlo le tomé manía. Luego de pensarlo, llegamos a la conclusión que podríamos arreglarnos con él hasta que nuestra situación económica fuera más desahogada.
Durante los próximos cinco años nos mudamos al menos una vez al año, y cargamos y descargamos tantas veces en la camioneta el sofá marrón que parecía como si el mismo hubiera estado en la guerra. Cuando a mi esposo lo trasladaron a ultramar, expuse con todo mi poder de persuasión la idea de tirar el sofá y comprar otro nuevo cuando regresáramos a los Estados Unidos. Bill me aseguró que compraríamos otro, pero añadió que nada de malo había en guardar el viejo.
Dos años y 20.000 kilómetros después, me encontré en una diminuta granja, en las praderas de Oklahoma, y bajo mis "sentaderas" ¡el mismo viejo sofá marrón, y que yo tanto odiaba! Por un agujero en el centro se le salía el relleno, y uno de los brazos estaba todo pelado. Tenía también un muelle suelto y una raja por detrás.
Pero el admitir y reconocer lo que nos produce malestar es sólo una parte de la solución; si nos quedamos ahí, el malestar no desaparecerá. El saber la causa no elimina el problema, y el cargar nuestra irritación sobre los demás sólo consigue multiplicarlo. El único método efectivo para eliminar la garrapata es el tercero: Librarse de ella arrancándola y tirándola. Antes de esperar que el Señor nos libre de algo que nos causa irritación, es preciso que le permitamos hacerlo. Es muy fácil decir: "¡Lo que yo daría con tal de que el Señor me librara de esta cosa!" Pero, ¿somos sinceros? La irritación es prima hermana de la lástima que podemos sentir hacia nosotros mismos, y esta resulta tan deliciosa a la egocéntrica naturaleza adámica como un pastel a la persona que está a dieta. Si nos hallamos en una situación que nos saca de quicio, podemos ir a un amigo y quejarnos: "Fíjate lo que tengo que aguantar". "Mira lo mal que me trata fulanito de tal". Cuando el amigo se compadece de nosotros y nos dice que somos muy valientes, la naturaleza adámica se relame de gusto.
Una situación desagradable nos facilita una excusa conveniente para actuar de manera poco cristiana. "Ya sé que no debiera haberle gritado a los niños, pero es que su padre me puso tan furiosa anoche..." O, "Si tienes en cuenta que mi suegra vive en la casa de al lado, comprenderás fácilmente el por qué tengo que tomar sedantes".
Cuando experimentamos la salvación o el nuevo nacimiento, pusimos a los pies de Jesús nuestros pecados presentes y nuestro futuro en el más allá confiando. En que él haría lo que había dicho que haría: perdonar nuestros pecados y darnos vida con él en los cielos (1 Juan 1:9; Juan 3:16).
Cuando hicimos esto, el Espíritu de Dios vino a morar en nosotros (Romanos 8:9). Del mismo modo que dos personas pueden vivir en la misma casa, dos espíritus pueden vivir en un mismo cuerpo. La vida cristiana consiste en aprender que el Espíritu es el que ha de gobernarnos, y permitirle que nos controle, aunque empiece por un solo aspecto de la personalidad.
La solución a cualquier problema está en arrancar de nuestra mente todo enfado, dejándolo en las manos de Jesús.
El soltar mentalmente cosas, problemas, y personas es un arte que tarda tiempo en desarrollarse en la vida de muchos cristianos. Pero es un arte precioso que vale la pena cultivar. Cuando llegamos a dominarlo, podemos decir con el apóstol Pablo: "...he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación" (Filipenses 4:11).
El caso del viejo sofá
Una de las más arduas batallas que sostuve cuando comenzaba a crecer en la fe fue el entregarle a Jesús el sofá que tenía en la sala de estar. ¡Qué rabia le tenía al dichoso sofá! ¡De qué humor de perros me ponía! Era el símbolo perpetuo de toda mi pobreza. Cuando Bill y yo contrajimos matrimonio y nos fuimos a vivir al oeste de Texas, teníamos muchas necesidades y muy poco dinero. Una de las cosas que necesitábamos eran muebles, así que fuimos a un pueblo cerca de la base aérea que hacía un gran negocio vendiéndoles a los recién casados. Sus precios eran baratísimos, pero la calidad, en la mayoría de los casos; dejaba mucho que desear. A fin de no sobrepasar nuestras posibilidades económicas, no me quedó más remedio que cargar con el sofá más barato que tenían. Era de un marrón desvaído de material de aspillera, y nada más de verlo le tomé manía. Luego de pensarlo, llegamos a la conclusión que podríamos arreglarnos con él hasta que nuestra situación económica fuera más desahogada.
Durante los próximos cinco años nos mudamos al menos una vez al año, y cargamos y descargamos tantas veces en la camioneta el sofá marrón que parecía como si el mismo hubiera estado en la guerra. Cuando a mi esposo lo trasladaron a ultramar, expuse con todo mi poder de persuasión la idea de tirar el sofá y comprar otro nuevo cuando regresáramos a los Estados Unidos. Bill me aseguró que compraríamos otro, pero añadió que nada de malo había en guardar el viejo.
Dos años y 20.000 kilómetros después, me encontré en una diminuta granja, en las praderas de Oklahoma, y bajo mis "sentaderas" ¡el mismo viejo sofá marrón, y que yo tanto odiaba! Por un agujero en el centro se le salía el relleno, y uno de los brazos estaba todo pelado. Tenía también un muelle suelto y una raja por detrás.
—¿Ya? —pregunté.
— ¿Por qué comprar uno ahora? —razonó Bill—. Dentro de dos
años saldremos del servicio militar y podremos comprar uno
nuevo cuando nos hayamos situado.
Por fin regresamos al país, al este de Texas, y tras cuatro meses de búsqueda encontramos una casa decente de alquiler. El Tío Sam pagó por el transporte de los muebles y, una vez más, el horrible sofá fue colocado en la sala de estar. Transcurrió otro año... sin otro sofá. Entonces se le ocurrió a Bill conseguir un tractor, ¡lo único que faltaba! Con cierto esfuerzo me convencía mí misma de que las cosas nunca salían a mi gusto. Era como la canción que cantaba de pequeñita: "Nadie me ama, todo el mundo me odia; me voy a comer un gusano". Me sentía herida y furiosa, y mi debilidad espiritual se mostraba en la facilidad con que perdía la calma con los niños y lo insatisfecha que me sentía con las cosas bonitas que acostumbraba a hacer antes.
Sabía que el Señor no quería que yo actuase de ese modo sino que me contentara con lo que tenía; pero por mucho que lo intentaba, no había manera de hacer que mi corazón se sintiera gozoso, y me sentía muy desgraciada.
Por esa época había un programa radiofónico que yo escuchaba a diario. El predicador hablaba sobre la victoria espiritual y cómo obtenerla. Mostró, citando referencias de la Biblia, que la victoria espiritual se consigue del mismo modo que la salvación o el nuevo nacimiento: no por medio de nuestros propios esfuerzos sino por una entrega a Jesucristo.
Así es que fui a Jesús en oración, y le entregué el sofá marrón, roto, feo, y sucio como estaba. Se lo di a él tan cierto como si se lo hubiera entregado personalmente a mi cuñada para que lo reparara y lo colocara en una de sus habitaciones. El sofá no podía ya causarme más preocupación porque ya no me pertenecía. Dije: "Jesús, esto es tuyo, haz lo que quieras con él, quémalo o déjalo ahí los próximos veinte años; pero es tuyo, ya no me pertenece. Hago esto porque tú me has dicho que te dé cuanto tengo y soy, y ahora, confío en que cumplas lo prometido y me des paz y tranquilidad". Esta oración tenía como base sus palabras en Mateo 10:37-19, Romanos 12:1, y Juan 14:27, pues toda oración que lleve fruto ha de basarse en su Palabra.
A la mañana siguiente, cuando me desperté y comencé el trabajo de la casa, supe, sin lugar a dudas, que el Señor se había hecho cargo de todo. No tenía que obligarme a mí misma a estar contenta, porque ya lo estaba; no tenía que morderme la lengua para no gritar, porque ya no sentía el menor deseo de hacerlo. Jesús me había quitado la preocupación, y yo me sentía feliz.
Más tarde, mientras hacía la limpieza de la sala, recordé el versículo en el que Dios le pregunta a Moisés: "¿Qué tienes en tu mano?" Conocía suficientemente bien las enseñanzas de la Biblia como para reconocer que Dios siempre espera que hagamos algo con lo que tenemos. ¿Qué tenía yo a mano que pudiera hacer la habitación más atractiva?
No es que uno haya de creer a todo el que habla por radio en nombre de la religión. Pero ya había comprobado muchas veces que este predicador se ajustaba a lo que enseña la Biblia. Por eso era mi favorito.
De repente, vino a mi memoria una vieja colcha de color de rosa. Era una colcha cara, de damasquinado, comprada años antes en el extranjero. En una ocasión la habían lavado y puesto a secar y se me había encogido accidentalmente y recordaba haberla doblado y guardado en alguna parte, ¿pero dónde? Al cabo de mucho buscar la encontré, escondida en el cajón de abajo del viejo sofá. Luego de un par de horas al aire libre y con unos cuantos alfileres sujetándola, la colcha le daba una nueva vida al viejo sofá.
El suelo de la sala estaba hecho de anchas tablas de madera teñida de marrón oscuro, pero el tinte se había descolorido donde estaba la puerta y el paso de los años se había comido el color en el resto del suelo. Fregué el suelo a conciencia, le puse tres capas de cera y, ante mi sorpresa, cobró un tenue brillo oscuro que resultaba muy agradable. En el patio había rosas rojas, dejadas por algún antiguo inquilino, y puse un jarrón de ellas sobre la mesa. Dios hizo que un hermoso sol primaveral entrara por las grandes ventanas y una suave brisa hacía que se balancearan las cortinas. Al contemplar la escena, tuve que admitir que aquella habitación que el día anterior me había molestado y deprimido era ahora realmente hermosa.
Cuando Dios hizo desaparecer de mí la depresión que me invadía comencé a ver otras cosas con mayor claridad también. Bill no había sido injusto al poner el nuevo tractor por encima de mis deseos, puesto que lo que intentaba era labrar un porvenir para su familia, y a veces es preciso invertir $60.000 para comenzar una pequeña granja que mantenga a una familia más o menos al nivel que un empleo de oficina. He ahí una de las más gratas recompensas que tiene la manera de actuar de Jesús. Del mismo modo que cualquier pequeña molestia parece invadir y entristecer toda nuestra vida, el gozo que él da cuando ganamos una batalla llena siempre de paz y luz los momentos oscuros.
Hay que arrancar los parásitos uno por uno. Del mismo modo debemos traer por separado a Jesús cada cosa, cada preocupación, cada problema. Jesús puede resolverlo todo; basta que le dejemos hacerlo.
Texto extraído del libro En la cocina mando yo, de Elizabeth Baker, Editorial Logoi, 2012
Me sorprendió descubrir que muchas de mis conclusiones son tan válidas en el 2012 como lo fueron en 1976. Ciertamente, la vida era diferente, pero la verdad era la misma. En aquel entonces no habían computadores, teléfonos celulares o Internet. De hecho, las mochilas escolares no estaban aun en boga. Créeme; yo escribí los primeros capítulos de este libro con un lápiz prestado de la pila de suministros que mi hija cargaba en las manos y lo terminé en una máquina de escribir manual que compré en una venta de garaje. Ha sido un placer para mi encontrar que los consejos que di hace mucho tiempo y las emociones que sentí entonces son tan válidas hoy como lo fueron cuando sacaba copias en papel carbón de rodillos de goma negra.
Sobre la autora:
La Dra. Baker comenzó a escribir (literalmente) En la cocina mando yo siendo una madre joven con dos hijos. Baker sintió la vocación de escribir a la edad de 23 años. Casada, con dos pequeños y una carrera de estudiante de secundaria sin terminar, escribir parecía una hazaña imposible. Pero esos no eran los únicos desafíos. Sufría de dislexia leve, no tenía máquina de escribir (ni sabía mecanografía), y no sabía nada sobre cómo publicar un libro. Mientras que la mayoría se habría dado por vencido, Baker no dejó que estos obstáculos le impidieran seguir su pasión. Curiosamente, la ayuda llegó en maneras poco usuales.
Cuando ella le mencionó a una conocida que estaba tratando de aprender a investigar, su anfitriona dijo que recordaba haber leído en alguna parte sobre el tema. A continuación, se excusó, se acercó a la jaula de su pájaro, retiró el papel de la parte inferior, raspó los excrementos de la pequeña ave y le dio el papel a Baker. En él había un artículo sobre c investigación. “¡Era exactamente lo que necesitaba!”, dice. “Creo que Dios nos proporciona formas curiosas para poner en nuestras manos el conocimiento que necesitamos cuando lo necesitamos.”
Durante este tiempo, su esposo, Bill, se retiró de la Fuerza Aérea y se dedicó a su sueño de ser un ranchero. Después de trabajar en su libro durante ocho años, las dificultades financieras de profundidad obligaron a Baker a buscar un editor para determinar si su trabajo tenía algún valor monetario. Pero ella no sabía cómo hacer para encontrar un editor. Durante una visita a la familia, su cuñado, también predicador, le dio un folleto de la iglesia y sugirió: “No tengo ni idea de si estas personas publican libros, pero me gusta su material y hay una dirección en la parte posterior. ¿Por qué no se les envía lo que tienes y mira a ver qué pasa?” Así lo hizo, y la respuesta en dos semanas. “Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que aquello fue un milagro”, recuerda. “Mi avance de la editorial Victor Press, literalmente, salvó la granja de la familia”.
El éxito no fue inmediato y sus problemas financieros estaban lejos de terminar. Su marido murió en 1979, meses después de que su segundo libro fuera publicado, lo cual obligó a la madre de cuatro hijos a trabajar ella sola a tiempo completo para mantener el rancho. Aun así, Baker se las arregló para ganarse su diploma de escuela secundaria, criar a cuatro hijos, escribir algunos libros más, y entrar a la universidad a los 43 años. Obtuvo su asociado, licenciatura y maestría en sólo cinco años. “Mi viaje no ha sido típico en absoluto”, me aseguró. Baker luego se trasladó a Dallas, donde se convirtió en consejera profesional licenciada y completó su doctorado en religión y la sociedad poco antes de cumplir 55 años.
Fuente: Logoi Ministries
Por fin regresamos al país, al este de Texas, y tras cuatro meses de búsqueda encontramos una casa decente de alquiler. El Tío Sam pagó por el transporte de los muebles y, una vez más, el horrible sofá fue colocado en la sala de estar. Transcurrió otro año... sin otro sofá. Entonces se le ocurrió a Bill conseguir un tractor, ¡lo único que faltaba! Con cierto esfuerzo me convencía mí misma de que las cosas nunca salían a mi gusto. Era como la canción que cantaba de pequeñita: "Nadie me ama, todo el mundo me odia; me voy a comer un gusano". Me sentía herida y furiosa, y mi debilidad espiritual se mostraba en la facilidad con que perdía la calma con los niños y lo insatisfecha que me sentía con las cosas bonitas que acostumbraba a hacer antes.
Sabía que el Señor no quería que yo actuase de ese modo sino que me contentara con lo que tenía; pero por mucho que lo intentaba, no había manera de hacer que mi corazón se sintiera gozoso, y me sentía muy desgraciada.
Por esa época había un programa radiofónico que yo escuchaba a diario. El predicador hablaba sobre la victoria espiritual y cómo obtenerla. Mostró, citando referencias de la Biblia, que la victoria espiritual se consigue del mismo modo que la salvación o el nuevo nacimiento: no por medio de nuestros propios esfuerzos sino por una entrega a Jesucristo.
Así es que fui a Jesús en oración, y le entregué el sofá marrón, roto, feo, y sucio como estaba. Se lo di a él tan cierto como si se lo hubiera entregado personalmente a mi cuñada para que lo reparara y lo colocara en una de sus habitaciones. El sofá no podía ya causarme más preocupación porque ya no me pertenecía. Dije: "Jesús, esto es tuyo, haz lo que quieras con él, quémalo o déjalo ahí los próximos veinte años; pero es tuyo, ya no me pertenece. Hago esto porque tú me has dicho que te dé cuanto tengo y soy, y ahora, confío en que cumplas lo prometido y me des paz y tranquilidad". Esta oración tenía como base sus palabras en Mateo 10:37-19, Romanos 12:1, y Juan 14:27, pues toda oración que lleve fruto ha de basarse en su Palabra.
A la mañana siguiente, cuando me desperté y comencé el trabajo de la casa, supe, sin lugar a dudas, que el Señor se había hecho cargo de todo. No tenía que obligarme a mí misma a estar contenta, porque ya lo estaba; no tenía que morderme la lengua para no gritar, porque ya no sentía el menor deseo de hacerlo. Jesús me había quitado la preocupación, y yo me sentía feliz.
Más tarde, mientras hacía la limpieza de la sala, recordé el versículo en el que Dios le pregunta a Moisés: "¿Qué tienes en tu mano?" Conocía suficientemente bien las enseñanzas de la Biblia como para reconocer que Dios siempre espera que hagamos algo con lo que tenemos. ¿Qué tenía yo a mano que pudiera hacer la habitación más atractiva?
No es que uno haya de creer a todo el que habla por radio en nombre de la religión. Pero ya había comprobado muchas veces que este predicador se ajustaba a lo que enseña la Biblia. Por eso era mi favorito.
De repente, vino a mi memoria una vieja colcha de color de rosa. Era una colcha cara, de damasquinado, comprada años antes en el extranjero. En una ocasión la habían lavado y puesto a secar y se me había encogido accidentalmente y recordaba haberla doblado y guardado en alguna parte, ¿pero dónde? Al cabo de mucho buscar la encontré, escondida en el cajón de abajo del viejo sofá. Luego de un par de horas al aire libre y con unos cuantos alfileres sujetándola, la colcha le daba una nueva vida al viejo sofá.
El suelo de la sala estaba hecho de anchas tablas de madera teñida de marrón oscuro, pero el tinte se había descolorido donde estaba la puerta y el paso de los años se había comido el color en el resto del suelo. Fregué el suelo a conciencia, le puse tres capas de cera y, ante mi sorpresa, cobró un tenue brillo oscuro que resultaba muy agradable. En el patio había rosas rojas, dejadas por algún antiguo inquilino, y puse un jarrón de ellas sobre la mesa. Dios hizo que un hermoso sol primaveral entrara por las grandes ventanas y una suave brisa hacía que se balancearan las cortinas. Al contemplar la escena, tuve que admitir que aquella habitación que el día anterior me había molestado y deprimido era ahora realmente hermosa.
Cuando Dios hizo desaparecer de mí la depresión que me invadía comencé a ver otras cosas con mayor claridad también. Bill no había sido injusto al poner el nuevo tractor por encima de mis deseos, puesto que lo que intentaba era labrar un porvenir para su familia, y a veces es preciso invertir $60.000 para comenzar una pequeña granja que mantenga a una familia más o menos al nivel que un empleo de oficina. He ahí una de las más gratas recompensas que tiene la manera de actuar de Jesús. Del mismo modo que cualquier pequeña molestia parece invadir y entristecer toda nuestra vida, el gozo que él da cuando ganamos una batalla llena siempre de paz y luz los momentos oscuros.
Hay que arrancar los parásitos uno por uno. Del mismo modo debemos traer por separado a Jesús cada cosa, cada preocupación, cada problema. Jesús puede resolverlo todo; basta que le dejemos hacerlo.
Texto extraído del libro En la cocina mando yo, de Elizabeth Baker, Editorial Logoi, 2012
Disponible para su descarga gratuita para los lectores de NexoCristiano, en formato PDF. Lo encuentras en la sección archivos de nuestro canal en Telegram: T.ME/NEXOCRISTIANO, debes unirte al canal o solicitarlo al WhatsApp +5491120673437
Sobre el libro
Me sorprendió descubrir que muchas de mis conclusiones son tan válidas en el 2012 como lo fueron en 1976. Ciertamente, la vida era diferente, pero la verdad era la misma. En aquel entonces no habían computadores, teléfonos celulares o Internet. De hecho, las mochilas escolares no estaban aun en boga. Créeme; yo escribí los primeros capítulos de este libro con un lápiz prestado de la pila de suministros que mi hija cargaba en las manos y lo terminé en una máquina de escribir manual que compré en una venta de garaje. Ha sido un placer para mi encontrar que los consejos que di hace mucho tiempo y las emociones que sentí entonces son tan válidas hoy como lo fueron cuando sacaba copias en papel carbón de rodillos de goma negra.
Sobre la autora:
La Dra. Baker comenzó a escribir (literalmente) En la cocina mando yo siendo una madre joven con dos hijos. Baker sintió la vocación de escribir a la edad de 23 años. Casada, con dos pequeños y una carrera de estudiante de secundaria sin terminar, escribir parecía una hazaña imposible. Pero esos no eran los únicos desafíos. Sufría de dislexia leve, no tenía máquina de escribir (ni sabía mecanografía), y no sabía nada sobre cómo publicar un libro. Mientras que la mayoría se habría dado por vencido, Baker no dejó que estos obstáculos le impidieran seguir su pasión. Curiosamente, la ayuda llegó en maneras poco usuales.
Cuando ella le mencionó a una conocida que estaba tratando de aprender a investigar, su anfitriona dijo que recordaba haber leído en alguna parte sobre el tema. A continuación, se excusó, se acercó a la jaula de su pájaro, retiró el papel de la parte inferior, raspó los excrementos de la pequeña ave y le dio el papel a Baker. En él había un artículo sobre c investigación. “¡Era exactamente lo que necesitaba!”, dice. “Creo que Dios nos proporciona formas curiosas para poner en nuestras manos el conocimiento que necesitamos cuando lo necesitamos.”
Durante este tiempo, su esposo, Bill, se retiró de la Fuerza Aérea y se dedicó a su sueño de ser un ranchero. Después de trabajar en su libro durante ocho años, las dificultades financieras de profundidad obligaron a Baker a buscar un editor para determinar si su trabajo tenía algún valor monetario. Pero ella no sabía cómo hacer para encontrar un editor. Durante una visita a la familia, su cuñado, también predicador, le dio un folleto de la iglesia y sugirió: “No tengo ni idea de si estas personas publican libros, pero me gusta su material y hay una dirección en la parte posterior. ¿Por qué no se les envía lo que tienes y mira a ver qué pasa?” Así lo hizo, y la respuesta en dos semanas. “Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que aquello fue un milagro”, recuerda. “Mi avance de la editorial Victor Press, literalmente, salvó la granja de la familia”.
El éxito no fue inmediato y sus problemas financieros estaban lejos de terminar. Su marido murió en 1979, meses después de que su segundo libro fuera publicado, lo cual obligó a la madre de cuatro hijos a trabajar ella sola a tiempo completo para mantener el rancho. Aun así, Baker se las arregló para ganarse su diploma de escuela secundaria, criar a cuatro hijos, escribir algunos libros más, y entrar a la universidad a los 43 años. Obtuvo su asociado, licenciatura y maestría en sólo cinco años. “Mi viaje no ha sido típico en absoluto”, me aseguró. Baker luego se trasladó a Dallas, donde se convirtió en consejera profesional licenciada y completó su doctorado en religión y la sociedad poco antes de cumplir 55 años.
Fuente: Logoi Ministries
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Revisado por el equipo de Nexo Cristiano
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octubre 24, 2021
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